El discurso del rey
Fue la expresión de la parálisis en que se encuentra el sistema
político español. Mirando permanentemente hacia atrás, no podremos
encontrar respuesta para los problemas del futuro

El discurso del rey con
motivo de la celebración del 40 aniversario del referéndum del 6 de
diciembre de 1978 fue un discurso correcto, en el que se evidenció la
voluntad del monarca de que nadie pudiera sentirse molesto por sus
palabras. Consciente de que el país se encuentra en una situación
difícil, por no decir crítica, se limitó a expresar su reconocimiento a
todos los que hicieron posible que el proceso constituyente llegara a
buen fin y a subrayar la singularidad y relevancia de la Constitución de
1978 en la historia constitucional española. Ha sido, repitió en más de
una ocasión, el mayor éxito político de España en los algo más de dos
siglos desde la aprobación de la Constitución de Cádiz. Podemos y
debemos sentirnos orgullosos de que haya sido así.
El problema del discurso, en mi opinión, es que es el mismo discurso
que se viene repitiendo año tras año desde que empezó a celebrarse el
aniversario, el 6 de diciembre de 1983. Porque fue el Gobierno presidido
por Felipe González el que convirtió el 6 de diciembre en fiesta
nacional. De forma imperfecta, ya que debió sustituir la del 12 de
octubre por ésta. Pero estamos en 2018 y el mito fundacional de ‘La
Transición’ sigue siendo el único argumento para justificar la
‘legitimidad’ de la Constitución. Seguimos mirando al pasado, por mucho
que ese pasado esté cada año un poco más lejos y, en consecuencia, esté
erosionado como fuente de legitimidad por el paso del tiempo.
Independientemente de la interpretación que se haga de
‘La Transición’, podemos coincidir en que fue un momento de excepcional
relevancia en la historia de España. Pero de ‘La Transición’ no se puede
vivir eternamente. Cuanto más se pretenda justificar la ‘legitimidad’
del sistema político y del ordenamiento jurídico de la Constitución de
1978 en ‘La Transición’, tanto más se irá devaluando el ‘mito
fundacional’ y su resultado. Es así y no puede ser de otra manera.
No cabe duda de que, como consecuencia de que se hizo ‘La Transición’
como se hizo y se aprobó la Constitución de 1978 como se aprobó, hemos
llegado hasta donde ahora mismo nos encontramos, habiendo vivido como
país las mejores décadas de nuestra historia contemporánea. Pero tampoco
debe haberla de que ‘La Transición’ tuvo que aceptar como hecho
consumado la ‘Restauración de la Monarquía’, sin que pudiera extenderse a
la misma el ejercicio del poder constituyente del pueblo español. Y
que, para que eso fuera posible, el principio de legitimidad democrática
tuvo que proyectarse de forma debilitada en la composición y sistema de
elección de las Cortes Generales. Las dos instituciones claves que
hicieron ‘La Transición’, la Monarquía y las Cortes Generales, fueron
definidas por el general Franco la primera y por las Cortes franquistas a
través de la ‘Ley para la Reforma Política’ la segunda. Las dos se
incorporaron a la Constitución tal como habían sido definidas por el
general Franco la primera y por las Cortes ‘orgánicas’ la segunda. La
Monarquía y Las Cortes de la Constitución de 1978 son materialmente
‘preconstitucionales’. No las definieron las Cortes que hicieron la
Constitución, sino que simplemente las incorporaron a la Constitución.
‘La Transición’ y la Constitución se hicieron, pues, con un déficit de
legitimidad democrática de origen notable. Déficit que no se ha
corregido en lo más mínimo en estos cuarenta años. Esta es la razón por
la que no se ha reaccionado ante la erosión institucional que se ha ido
produciendo, como se produce siempre y en todas partes, por el mero paso
del tiempo. La incapacidad de activar los procedimientos de reforma
previstos en la Constitución está en este déficit de legitimidad
democrática de origen.
Este déficit ha permanecido
oculto durante varios decenios, pero ha acabado dando la cara, como
suele ocurrir con este tipo de vicios. Hasta que no se reconozca que el
vicio existe y que tiene que ser corregido, el deterioro institucional
seguirá su curso hasta el desmoronamiento completo del edificio.
El problema es que el ‘vicio’ lo tienen que reconocer el Rey y Las
Cortes y que estas últimas son las únicas que pueden corregirlo. Es la
ratonera en la que nos encontramos. Son los portadores institucionales
del vicio de legitimidad democrática, los que tienen que ponerle fin.
Para ello es preciso que se reconozca la existencia del ‘vicio’. Y esto
es lo que ni por asomo se vio en el discurso del Rey.
El discurso fue la expresión de la parálisis en que se encuentra el
sistema político español. Mirando permanentemente hacia atrás, no
podremos encontrar respuesta para los problemas del futuro.
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