Derecho a la propia muerte
El debate de la eutanasia hay que desvincularlo de situaciones extremas.
Hay que tomar todas las garantías que sean necesarias para que no exista la más mínima duda de que la voluntad de poner fin a la propia vida es “consciente, racional y deliberada”
Pero no es necesario esperar a que se llegue a una situación terminal para poder practicarla
Hay que tomar todas las garantías que sean necesarias para que no exista la más mínima duda de que la voluntad de poner fin a la propia vida es “consciente, racional y deliberada”
Pero no es necesario esperar a que se llegue a una situación terminal para poder practicarla

Desde una perspectiva
jurídica no hay ningún argumento contra el reconocimiento de la
vertiente negativa del derecho a la vida, es decir, del derecho a la
propia muerte. Todo lo contrario. El derecho a la vida entra dentro del
círculo de la libertad personal y no hay, en principio, ninguna razón
para negar a un individuo el derecho a poner fin a su vida.
Digo derecho y no libertad. Porque libertad para poner fin a la propia
vida se tiene. El suicidio no está tipificado como delito. De lo que se
trata es de tener derecho, es decir, de poder recabar ayuda para el
ejercicio del mismo. La sociedad podrá regular las condiciones de
ejercicio de tal derecho a la propia muerte y determinar en qué
supuestos y de qué forma se puede obtener el concurso de la sociedad.
Pero una negación absoluta del derecho a la propia muerte no puede ser
fundamentada jurídicamente. Podrá fundamentarse desde una perspectiva
religiosa, pero no jurídica.
Justamente por eso, estoy convencido de que este derecho
va a acabar siendo reconocido en el continente europeo de una manera
prácticamente generalizada en poco tiempo. Y que va a acabar siéndolo
sin que quede vinculado a las situaciones extremas a las que ahora mismo
está circunscrito el debate sobre la eutanasia.
Voy
a acudir a un ejemplo de hace unos años para que se entienda por qué
debe ser así. Ocurrió en los primeros días de 2002 en Boston. El
almirante Nimitz y su esposa, de 86 y 89 años respectivamente, esperaron
que llegara la entrada del año 2002, a fin de poder extender cheques
libres de impuestos a favor de sus hijas, despidieron a continuación a
la enfermera que les cuidaba por la noche y se suicidaron mediante el
consumo de determinadas pastillas. Dejaron una nota en la que se pedía
expresamente que no se intentara en ningún caso devolverlos a la vida y
en la que, sobre todo, explicaban las razones de su decisión:
“Nuestra decisión ha sido adoptada después de un considerable periodo
de tiempo y no ha sido ejecutada en medio de una acuciaste
desesperación. No se trata tampoco de una manifestación de un desarreglo
mental. Consciente, racional, deliberadamente, hemos tomado de forma
absolutamente libre las medidas para poner fin a nuestras vidas a causa
de impedimentos físicos que merman nuestra calidad de vida debido a la
edad, visión desfalleciente, osteoporosis, molestias en la columna y
dolorosos problemas ortopédicos”.
En el reportaje que publicó The New York Times
se informó de que el tema del suicidio había sido abordado durante la
Navidad de 2001 por el almirante y su esposa con sus hijas y que ante la
recomendación de una de ellas que tomaran Prozac, ellos contestaron
enérgicamente que no estaban deprimidos, sino simplemente que no le
encontraban sentido a seguir viviendo en las circunstancias en que se
encontraban. Hemos tenido una vida maravillosa y esto ya no es vida.
¿Por qué tuvieron que suicidarse el almirante y su esposa? ¿Por qué no
pudieron estar acompañados de sus hijas y recibir las pastillas de su
médico de cabecera? Dos ciudadanos que había cumplido con todas sus
obligaciones y que habían prestado servicios indudables a la sociedad,
¿con base en qué razonamiento jurídico se les podía denegar la ayuda
para que pudieran ejercer el derecho a morir como ellos querían
hacerlo?
El debate de la eutanasia hay que
desvincularlo de situaciones extremas. Hay que tomar todas las garantías
que sean necesarias para que no exista la más mínima duda de que la
voluntad de poner fin a la propia vida es “consciente, racional y
deliberada”, pero no es necesario esperar a que se llegue a una
situación terminal para poder practicarla.
Sería de
agradecer, en cualquier caso, que se evitaran comparaciones hirientes,
como las que hace el Grupo Parlamentario Popular en la exposición de
motivos de su enmienda a la totalidad al proyecto de ley del Gobierno.
Ni la venta de órganos ni la esclavitud son términos de comparación
aceptables.
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