
James Jordan
Cualquier sistema, hasta el más limpio, tiene
desagües y cañerías por donde se cuelan las vergüenzas. El español está
especialmente atascado y sucio. Entre tanta oscuridad, brillan más aún
los vigilantes de esos agujeros negros, aquellos que no se resignan, que
remueven el lodo y se arriesgan pese a que nadie sabrá de ellos ni los
citará la Wikipedia. Estos héroes también dudan, temen, se debaten y
acaban por arriesgar su nombre o su trabajo a cambio de poner fin al
hartazgo de ver de cerca una corriente negligente o corrupta.
A veces con su ejemplo nos incomodan y les buscamos un pliegue profundo
en sus motivaciones: será por venganza, interés propio o adrenalina. A
veces nos inspiran para hacer algo y dejar aparcada la coartada de no
hacer nada por no poder hacer mucho. A esta especie de ciudadano no le
van los pactos de caballeros. Cuando sus nietos estudien la guerra
siria, la agonía del Estado del bienestar o los abusos del sistema no
tendrán que silbar, ni cambiar de tema.
Es una subespecie que siente algo por quienes comparten
con ellos el mismo mundo en el mismo tiempo. Como un amor propio
conjugado con un amor a los desconocidos. Entre este grupo de valientes
están dos mujeres de la ciudad siria de Raqqa. Se metieron una cámara
oculta debajo del burka para enseñar al mundo, bajo amenaza de muerte a
pedradas, qué significa vivir bajo el cepo del Estado Islámico. La
mayoría de la humanidad ni siquiera ha oído hablar de ellas ni de su vídeo.
También están los médicos españoles que, además de hacer
en su día el juramento hipocrático, lo han blandido en la cara de los
gestores políticos: "Juro por Apolo, médico, por Asclepio, y por Higía y
Panacea, y por todos los dioses y diosas del Olimpo (...) que seguiré
el método de tratamiento que, según mi capacidad y juicio, me parezca
mejor para beneficio de mi paciente". Entre ellos, el doctor José Abelairas,
que lleva un año pidiendo que le quiten a su hospital público un
certificado de excelencia después de que los recortes lo hayan dejado en
la carcasa. Lo han cesado.
Los 500.000 enfermos de
hepatitis C de España no sabrían reconocer ni cara ni nombre del grupo
de activistas que cambió sus vidas a mejor. A esta cuadrilla
les dio por soñar en 2014 que, en lugar de la terapia barata y agresiva
para el virus crónico, el Estado les iba a recetar el mejor
tratamiento. Estos locos gritaron y se encerraron mientras los mirábamos
por la tele. Al final Rajoy claudicó y decidió salvar de la muerte y el
zarpazo de los efectos secundarios a miles de personas. Por el camino,
los pioneros se dejaron los años, el anonimato y en algunos casos el
empleo.
A Javier,
que dio un tijeretazo a la telaraña de Ausbanc en 2006, lo llamaron
paranoico y kamikaze. Se negó a regalar 300.000 euros de su negocio cada
año. Acabó condenado a pagar a Luis Pineda por llamarle "estafador",
hoy en la cárcel acusado de ídem. Diez años y varios embargos después,
Javier ha ganado al sistema y ha colaborado, con sus denuncias, a
encender la luz de las cloacas, donde se celebraban fiestas en las que
pagaban todos.
Sería ingenuo pensar en una sociedad
que funcione solo con un puñado de buenas voluntades. También sería
inocente pensar que, sin una ciudadanía activa y crítica, esto va a
funcionar solo. No podemos exigir a los héroes que lo sean para que nos
salven siempre. Pero cuando aparecen hay que hacerles más jarana y
homenajes. Citarlos para que existan. Al menos, quedarnos con su nombre y
decirles, desde el confort de la distancia, "muchas gracias".
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