En su elegía “Pan y vino” (1800), Hölderlin formula
una pregunta emblemática que cuestiona de raíz el sentido de la palabra y
la acción poética: “¿Para qué poetas en tiempos de miseria?”
Más de dos siglos después, los tiempos de miseria lamentados por
Hölderlin no han dejado de ser los nuestros: tiempos de oligarquías
aferradas a sistemas de privilegios, tiempos de pragmatismo economicista
que impone lógicas mercantiles en todos los ámbitos, tiempos de pobreza
democrática, tiempos, como decía Marx, de “nuevas condiciones de
opresión” y nuevas formas de lucha por superar los antagonismos de clase
y combatir la dominación colonial y patriarcal imperante. En este
sentido, y en ocasión del recientemente celebrado Día Mundial de la
Poesía, cabe recuperar la pregunta por su función en las actuales
sociedades capitalistas globalizadas donde, recordando los versos de
Gabriel Celaya, es concebida como un “lujo cultural por los neutrales”
o, en el mejor de los casos, como un recurso mercantilizable en nombre
de su supervivencia.
Entre la diversidad de respuestas al “para qué”, hay una
comúnmente extendida que defiende la inutilidad de la poesía como
instrumento social y pedagógico. La condena de Platón por considerarla
un arte imitativo cuyo poder de persuasión distrae de la verdad ilustra
de modo magistral esta postura. En la República,
Homero (y, por extensión, los poetas y artistas) es expulsado de la
ciudad ideal porque el poeta “conoce el secreto de suscitar emociones”,
“alimenta las pasiones” y “fabrica imágenes” falsas con palabras, a la
manera de un pintor. También Fernando Pessoa, aunque esta vez en sentido
positivo, destaca el carácter ficcional de la poesía al definir al
poeta como un “fingidor” que crea, inventa y fabula: “Fingir es
conocerse”.
Hay, sin embargo, otra postura que frente
al “para qué” reivindica la función social de la poesía, como hiciera
T. S. Eliot en una célebre conferencia pronunciada en 1943. Esta
perspectiva representa un modo de ver el quehacer poético que permite
explorar su dimensión ética y política, presente, por ejemplo, en la
poesía urbana de Baudelaire, nacida de la experiencia de un lírico en el
auge de la sociedad capitalista de masas: “Multitud, soledad: términos
iguales y convertibles para el poeta activo y fecundo. El que no sabe
poblar su soledad, tampoco sabe estar solo en medio de una muchedumbre
atareada”. En los versos de Walt Whitman sobre el amor y la democracia
cósmica, que acarician la piel como un beso voluptuoso y fresco: “Me
celebro y me canto a mí mismo. Y lo que digo ahora de mí, lo digo de ti,
porque lo que yo tengo lo tienes tú y cada átomo de mi cuerpo es tuyo
también”. En la conciencia feminista de Alfonsina Storni: “Yo soy como
la loba. Quebré con el rebaño y me fui a la montaña fatigada del llano”.
En la poesía proletaria de Miguel Hernández: “Aceituneros altivos,
decidme en el alma: ¿quién, quién levantó los olivos? No los levantó la
nada, ni el dinero, ni el señor, sino la tierra callada, el trabajo y el
sudor”. En la lucidez de la locura que ilumina la obra de Leopoldo
María Panero: “De todos los favores que pude prometerte te debo la
locura”. En el anarquismo poético de Jesús Lizano: “Denunciemos este
delirio. Invitemos a todos los inocentes perdidos entre sus voces que
llevan a esa lucha, todos perdidos entre las falsas verdades y sus
terribles ecos”. En las marcas de la opresión heteropatriarcal que
atraviesan la palabra poética de Audre Lorde: “Estoy atrapada en un
desierto hecho de heridas a bala todavía abiertas”.
Dice Hugo Friedrich que el acto poético presenta tres posibles modos de
comportamiento: sentir, observar y transformar. El último se refiere
tanto a la transformación del lenguaje como de la realidad social y
personal. Es precisamente esta capacidad transformadora la que nos
permite encontrar vías de respuesta a la pregunta de Hölderlin. Todos
los ejemplos citados muestran que combate político y lucha poética a
menudo están ligados uno al otro; que la poesía, lejos de ser un
producto clausurado en libros y bibliotecas, se puede hacer en cualquier
parte; que la praxis poética, por sí sola, no puede cambiar el mundo,
pero sí puede cambiar las maneras de verlo y sentirlo, promoviendo
agitaciones subversivas capaces de trastocar las relaciones de poder. Y
aquí radica el carácter revolucionario de la poesía, tal y como lo
expresa Vicente Huidobro: “El poeta hace cambiar de vida a las cosas de
la naturaleza, saca con su red todo aquello que se mueve en el caos de
lo innombrado, tiende hilos eléctricos entre las palabras y alumbra de
repente rincones desconocidos”.
No se trata de una
revolución de vanguardias iluminadas en la que el poeta se erige en guía
del pueblo. La revolución poética que puede transformar mundos y vidas
es aquella que, por un lado, pone la inspiración al servicio de una
causa para combatir el orden dominante y, por otro, transmite ideas y
sentimientos para aprender a “sentipensar” con la gente oprimida, que
diría Orlando Fals Borda. Las huellas de lo que significa esta
revolución poética recorren la obra de José Martí: “Hay una clase de
poesía que sale, como un río de sangre del alma atormentada, y rompe por
entre peñascos en su espantada fuga, y no abre sus ondas sino para
dejar paso a clamores”.
En una famosa escena de El club de los poetas muertos,
el profesor Keating enseña a sus alumnos que no deben limitarse a
aprender lecciones y recitar poemas de memoria: “A pesar de todo lo que
les digan, las palabras y las ideas pueden cambiar el mundo. No leemos y
escribimos poesía porque es bonita. Leemos y escribimos poesía porque
pertenecemos a la raza humana y la raza humana está llena de pasión”.
Keating era portador de una enseñanza detestable para Platón y la
economía global del neoliberalismo: la pasión poética también puede ser
una pasión crítica y revolucionaria. De aquí la importancia de trabar
luchas revolucionariamente poéticas, revolucionariamente populares,
contra lo que nos aboca a vivir en tiempos de miseria.
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