Vencejos
Cada año, a finales de marzo o principios de abril, reaparecen sobre los tejados de Madrid los primeros vencejos comunes. Son la vanguardia de las decenas de miles que en la capital, así como en los entornos urbanos del resto del país, anidarán y criarán en agujeros y rendijas de edificios altos, cazarán moscas y otros insectos en vertiginosas bandadas, nos alegrarán con sus penetrantes chillidos y acrobacias aéreas asombrosas –son una de las aves más veloces del mundo– y luego, cumplido su ciclo peninsular de cinco meses, se dirigirán otra vez, en septiembre, hacia África.
Día más, día menos, siempre son fieles a la fecha de su llegada a Madrid. En 2018 aparecieron en el cielo (muy contaminado) de Lavapiés el 5 de abril. En 2019, el 27 de marzo. En 2020, el 29 del mismo mes, dos semanas después de la proclamación del estado de alarma. Los esperaba con más ilusión que nunca y no me fallaron: era la demostración de que la Naturaleza sigue porfiando pese al terrible daño que le inflige el hombre con su loco afán consumista, su ignorancia, su destrucción del medio ambiente, sus plaguicidas y su olvido de que forma parte consustancial de ella.
Dice Covarrubias, en su asombroso Tesoro de la lengua castellana o española (1611), que el vencejo se llama así “porque tiene los piezecillos [sic] cortos, pero las uñas muy largas, y lo que aprieta lo tiene fuertemente”. Añade que los valencianos lo designan falcía, “por tener las uñas corvadas, a modo de hoz”. Más bien, creo yo, sería por la forma de guadaña de sus largas alas puntiagudas. Corominas, en nuestros tiempos, señala una procedencia doble: del latín uncus (gancho) y, coincidiendo con Covarrubias, falx. Se trata, sea como sea, de una criatura entrañable que, si bien parece imposible, puede pasar un año entero sin posarse, menos en la época de cría.
Hay que deducir que Antonio Machado gustaba de observar los vencejos (que nunca deben ser confundidos con las hermosas, pero mucho menos robustas, golondrinas que, además, jamás he visto en Madrid). Al evocar la muerte de su alter ego Abel Martín, los imagina ejecutando unas postreras vueltas, antes de emprender su despedida otoñal, alrededor de una torre cercana:
Los últimos vencejos revolean
en torno al campanario:
los niños gritan, saltan, se pelean.
En su rincón, Martín el solitario....
En una de mis últimas visitas a la tumba del poeta y su madre en Collioure me afectó constatar la presencia, zigzagueando encima del camposanto, de numerosos vencejos. Me pareció consolador.
Acaban de abandonar Madrid, tan puntualmente como vinieron. Los echo ya de menos, pues para mí han sido, con su extraordinaria vitalidad y su algarabía, un bálsamo a lo largo de tantos meses de sufrimiento y ansiedad generalizados.
En compensación, pronto llegarán otra vez a la capital las gaviotas, atraídas por los vertederos de las afueras, y desde mi ventana las veré otra vez sobrevolar el Manzanares cada mañana –se ha calculado que hay unas 80.000– y regresar, al atardecer, en a veces inmensas concatenaciones, hacia sus lugares de descanso.
Según la SEO (Sociedad Española de Ornitología), cuyos socios y simpatizantes han elegido el vencejo, por votación, “ave del año de 2021”, se estima que apus apus ha padecido un descenso poblacional de cerca del 27% durante los últimos 22 años. ¿La causa? Principalmente la destrucción de edificios donde anidan, y a los que regresan año tras año, o su rehabilitación. Incluso hay casos en que las obras empiezan con los vencejos dentro de sus agujeros, emparedados. También, según la SEO, se encuentran en notable declive otros muchos pájaros, entre ellos el gorrión y la golondrina. Se trata, dice Asunción Ruiz, directora ejecutiva de la organización, de “una crisis ecológica sin precedentes”. Habría, pues, que actuar inmediatamente con la instalación, entre otras medidas, de nidales artificiales en los inmuebles afectados. Por lo que le toca a Madrid, vamos a ver si los políticos, tanto del Ayuntamiento como de la Comunidad, demuestran tener la sensibilidad requerida.
Acabo de leer, empujado por una irrefrenable curiosidad, la última novela de Fernando Aramburu, Los vencejos. En puridad, casi habría sido una desconsideración hacia el autor de Patria redactar esta columna sin tenerla en cuenta. De modo que he devorado, fascinado, sus 698 páginas (Tusquets). El narrador, profesor de filosofía en un instituto madrileño, lleva un diario íntimo, rigurosamente cotidiano, que se extiende desde el 1 de agosto de 2018 hasta el 31 de julio del año siguiente, fecha en que nos asegura que se va a suicidar. Afirma adorar, es su palabra, los vencejos, hasta el punto de identificarse estrechamente con ellos. “Si hubiera podido elegir entre nacer hombre o nacer vencejo –escribe–, visto lo visto me habría decidido por lo segundo”. Al empezar su “trozo diario de escritura personal”, como lo llama, sus pájaros predilectos están en vísperas de abandonar Madrid. Unas semanas después, ya desaparecidos, sueña con que miles de ellos, reunidos en una inmensa bandada, le impiden tirarse prematuramente al vacío desde la azotea. En enero, mientras sigue desprendiéndose poco a poco de sus pertenencias, entre ellas sus libros, crece en él “una sensación de ligereza, de ascenso en el aire” hacia su “soñada conversión en vencejo”. Con el regreso tan deseado de las aves se ratifica en el propósito de quitarse de en medio. Y, al tropezar a principios de julio con una muerta, devorada por los bichos, casi todo está dicho. Solo añadiré que, al margen de los vencejos, la novela es enjundiosa por las reflexiones del narrador, a menudo amargas, sobre la España actual, incluidos sus políticos, y que he aprendido mucho con su lectura.
Sé, sintiéndolo, que éste no ha sido exactamente un artículo de opinión, y que a lo mejor me regañará por ello a quien le incumbe. Si me permite seguir, prometo que en el siguiente expresaré con vehemencia mi punto de vista sobre un asunto que considero de la máxima importancia en estos momentos.
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Ian Gibson es hispanista, especialista en historia contemporánea española, biógrafo de García Lorca, Dalí, Buñuel y Machado.
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