No un apellido sino un nombre: por una política verde
Extracto del libro 'Con todo. De los años veloces al futuro'*, publicado por la editorial Planeta.
Este libro está recorrido, sobre todo a partir de los años 2018 y 2019, por una creciente presencia de la ecología como preocupación, pero también como palanca con más potencia para transformar el mundo y las vidas que llevamos en una dirección más humana, que permita existencias más tranquilas, saludables y placenteras. Creo haber sido muy gráfico y muy honesto en la descripción de la evolución por la cual el ecologismo ha pasado a ocupar un lugar central en mi forma de pensar y en nuestra apuesta política, hasta el punto de que hoy muchos se refieren a Más País como «la fuerza verde».
El cambio climático debido al aumento de las emisiones de CO2 y otros gases de efecto invernadero está transformando ya nuestro planeta, poniendo en peligro la forma en que vivimos en él. Junto con el progresivo agotamiento de los combustibles fósiles, somete ya a violentas tensiones a la economía mundial y nos obliga a una brusca reconversión del modelo energético que habrá de incluir también diferentes variantes de reducción de nuestro consumo. La destrucción de ecosistemas, la contaminación de océanos, la deforestación, las sequías, la erosión de suelos y la desaparición de especies y pérdida de biodiversidad están empobreciendo y transformando de manera terrible nuestro planeta. El modelo agroindustrial de producción y distribución de alimentos solo se sostiene, de forma cada vez más inestable, porque las pautas de consumo de los habitantes del primer mundo aún no se han universalizado. Pero a medida que tal cosa va sucediendo el modelo económico actual se revela como enloquecido, absurdo, ineficaz, despilfarrador de recursos y peligrosísimo para la vida en común en el planeta.
Extraemos recursos del planeta y le devolvemos residuos muy por encima de su capacidad. El overshoot day, o día de
la sobrecarga del planeta, es el día a partir del cual hemos agotado ya
los recursos que la Tierra necesita un año en producir. Ese día cada año
se adelanta más. Hace unos años era en agosto y ahora ya se estima a
finales de julio. De ese día en adelante, vivimos hipotecados en el
planeta, adquiriendo una deuda ecológica que no podemos pagar. Simple y
llanamente, vivimos como si el planeta fuese infinito sabiendo ya que no
lo es. Como si no fuésemos capaces como civilización de detener esta
carrera suicida que solo podemos perder.
No se trata de un motivo de preocupación solo para los amantes de la flora y la fauna. Ni mucho menos de una preocupación «posmaterial» para quienes tienen el resto de sus necesidades cubiertas. El empeoramiento de las condiciones de vida como resultado de la crisis climática, la escasez y encarecimiento de los recursos, la destrucción de paisajes, que la vida cotidiana se haga más gris, más estresante, más fea y más difícil es algo que van a sufrir sobre todo y en primer lugar los más vulnerables, los más desprovistos del poder y la riqueza necesarios para acceder a entornos y condiciones mejores. Las enfermedades por una mala alimentación o por contaminación ya se abaten en mucha mayor proporción, por ejemplo, sobre los sectores populares. Las posibilidades de tener sociedades democráticas, además, disminuyen conforme nos acercamos a un escenario de escasez de recursos y de competición violenta por ellos.
El actual modelo depredador ha encontrado un límite por encima del cual no puede saltar. El capitalismo ante cada límite le ha cargado los costes a otro: a los trabajadores, a las mujeres, a los pueblos del sur. Pero los límites biofísicos del planeta no se le pueden cargar a nadie y los avances tecnológicos no nos hacen por sí solos independientes de los recursos naturales y el medio ambiente. La disyuntiva es si los humanos seremos capaces de gobernar nuestro futuro para modificar nuestra forma de estar en el planeta o si asistiremos angustiados pero impotentes a una catástrofe ecológica que tal vez ya solo seamos capaces de mitigar.
El modelo actual no es capaz de solucionar la crisis climática emprendiendo una transición ecológica ambiciosa, de la
misma manera que hubo que suspender algunas de las reglas centrales de
este orden para poder llevar a cabo el gran esfuerzo público para
enfrentar la covid-19. Muchos son los factores que lo hacen imposible:
su primacía del beneficio individual a toda costa, su primacía por los
cálculos a cortísimo plazo, su ética de la irresponsabilidad, su
dinámica social de guerra de todos contra todos, o la impotencia a la
que ha reducido a los Estados frente a la arbitrariedad de los dueños
del dinero o los caprichos de los mercados. Para la transición ecológica
hace falta una enorme reorientación de las prioridades humanas, que
empieza por incorporar en la cuenta de resultados de las empresas y en
el PIB de los Estados los cálculos de la huella ecológica. Hay que
redimensionar drásticamente la escala de nuestros intercambios
comerciales y nuestros desplazamientos. Hay que cambiar todo el modelo
energético y electrificar nuestra economía, y aun así reducir
sustancialmente nuestro consumo global de energía. Para todo ello hacen
falta tres componentes incompatibles con el modelo neoliberal actual:
necesitamos sociedades civiles densas, articuladas y con redes fuertes
de solidaridad y estrechos lazos de civismo y amor al prójimo;
necesitamos Estados fuertes, emprendedores y estrategas, con capacidad
para hacer planes para las próximas décadas y conducir las prioridades
de sus países en lugar de subastarlas o someterlas a pujas; y
necesitamos un nuevo bloque histórico en el que sectores importantes del
capital participen de un masivo esfuerzo conducido por la sociedad
civil, el movimiento popular ecologista y el Estado emprendedor,
buscando generar prosperidad y empleo en esa reorientación económica e
industrialización verde.
Por eso estamos ante un desafío que no es técnico ni de moralidades individuales, sino que es fundamental y profundamente político: si los ecologistas seremos capaces, en un tiempo récord, de articular las mayorías necesarias y construir el poder suficiente como para conducir las gigantescas transformaciones necesarias para la transición ecológica. Porque el catastrofismo por sí solo no va a producir cambios. La conciencia de la magnitud del peligro puede ser desmoralizadora o paralizante. De forma similar, la evidencia científica no se convierte en un consenso político más que por un lento trabajo discursivo, que convierta la verdad de los datos en una verdad política: «Una idea es históricamente verdadera en la medida en que se convierta concretamente, es decir, histórica y socialmente, en universal», en palabras de Antonio Gramsci.
La lucha por la hegemonía verde es por tanto el reto de nuestro tiempo y del que más van a depender las vidas que
llevemos. Esa lucha consta de tres tareas fundamentales.
En
primer lugar, el ecologismo no puede ser solo portador de malas
noticias o regañinas. El neoliberalismo es un modelo zombi e
irresponsable, pero generador de deseos. Ese es el terreno de batalla
fundamental hoy. La hegemonía
verde va a depender de que una vida buena, socialmente justa y
ecológicamente sostenible sea, a fi n de cuentas, imaginable y deseable.
Una vida más lenta, con mayor salud, con mejor clima, mejor entorno
natural y mejor alimentación de cercanía, con más tiempo para cuidar de
los nuestros o cultivar nuestras pasiones, con mayor interrelación con
nuestro medio, con más lazos con nuestro entorno social derivados de
compartir recursos, asociarnos para producir energía limpia, establecer
redes de ayuda mutua o intercambio de aficiones y servicios
como las que se ponen espontáneamente en marcha en las situaciones de emergencia como nevadas, tempestades… o
pandemias. La sociedad ecológicamente sostenible y democráticamente
planificada del mañana se tiene que parecer un poco a las mejores
relaciones que emergen cuando una tragedia nos hermana, cuando nos
sentimos cerca de nuestros vecinos y cooperamos por encima de la
incomunicación habitual. En las series y en las películas, en las
novelas y en los videojuegos, en el ocio cotidiano, los patrones de
consumo o la estética, la hegemonía verde tiene que ir esbozando ya el
otro horizonte posible. Tiene que dedicar menos esfuerzos a convencer
sobre las catástrofes que vienen y más a seducir y persuadir sobre el
mejor mañana que podemos tener. En un cierto sentido, es tiempo del
retorno de las utopías, porque si no inventamos ya sabemos que vamos a
un futuro desquiciado. También porque el ecologismo no será
políticamente gobernante hasta no haber logrado ser antes culturalmente
dirigente. Esta es una senda que está en marcha, pero en la que
necesitamos concentrar nuestros mejores esfuerzos.
Además de producir el deseo de un futuro verde, el ecologismo tiene
que articularse con otras luchas, o más bien convertirse en la
superficie de inscripción de todas las demandas por una vida digna que
impugnan el caos del actual modelo. El ecologismo no puede ser un
catálogo de comportamientos individuales para quienes tengan el tiempo y
el dinero para ello. Tampoco una carga más para quienes ya viven vidas
precarizadas. Hablemos claro: la transición ecológica implica la
movilización de ingentes recursos públicos y privados para transformar
la economía. Mariana Mazzucato pone el ejemplo de las misiones a la Luna
o a Marte, que requieren muchos fondos a largo plazo que luego se
revelan una inversión que nutre a muchos sectores industriales con sus
avances, sus innovaciones y su garantía de compra pública. Pero la
transición ecológica exige una fuerte inversión industrial que no puede
descargarse sobre los hombros de los ya empobrecidos. La tienen que
pagar quienes más tienen. Primero porque los más ricos son los que más
contaminan y es a ellos a quienes hay que exigirles mayor compromiso.
Segundo porque los más empobrecidos ya pagan en su salud y condiciones
cotidianas la destrucción medioambiental. Pero tercero y más importante,
porque la transición ecológica solo será viable si es justa, si no es
una carga más para las familias, sino una oportunidad para equilibrar la
balanza y hacer justicia social, para generar prosperidad para los de
abajo creando cientos de miles de nuevos empleos verdes en la eficiencia
energética, la movilidad eléctrica, la agricultura de cercanía o la
generación de
energías limpias. También hay que esforzarse y ser imaginativos para que
los avances en la lucha contra el calentamiento global se visualicen y
se toquen inmediatamente como avances hacia vidas cotidianas más lentas,
más sencillas y más placenteras. El ecologismo que puede ser hegemónico
en el siglo XXI es el que se ocupa de las cuestiones despreciadas como
«pequeñas» por la política tradicional, y anuda constantemente la lucha
por la tierra con la lucha por el tiempo y vidas más placenteras. Un
ecologismo que eche raíces en la vida cotidiana, que politice la vida
cotidiana para liberarla del miedo, del agobio y la ansiedad y de la
precariedad. Eso es ni más ni menos lo que humildemente estamos
intentando nosotros.
En la guerra de posiciones por el clima que viene, la articulación de
transición ecológica y justicia social es crucial también por la
tercera tarea para la hegemonía verde. Sería iluso pensar que un
esfuerzo social como el necesario para
la transición ecológica puede depender solo del voluntarismo —por más
convicción que requiera de la ciudadanía— o del vaivén de los ciclos
electorales. Hay que emprender un rumbo histórico irreversible —todo lo
relativamente irreversible que puede ser en democracia— y para ello es
preciso armar un bloque histórico por la transición ecológica. Un bloque
diverso, bajo conducción pública y popular, pero que incorpore a
importantes sectores hasta ahora partícipes centrales del modelo
neoliberal. Esto en cierta medida ya está pasando: se producen
deslizamientos crecientes de grandes empresas hacia «lo verde» como
nicho de negocio. Para algunos, esto descalificaría el potencial
transformador de lo verde. Por esa misma razón habríamos descartado el
estado del bienestar. Erik Olin Wright señalaba que todo sistema
económico es un ecosistema en el que conviven instituciones y relaciones
que
responden a diferentes lógicas, a menudo de forma contradictoria. El mercado tiene tendencias autodestructivas que
necesitan ser reguladas para garantizar incluso la supervivencia de sus
mayores beneficiarios. Pero esas regulaciones que proveen soluciones a
corto plazo pueden a la vez erosionar el poder de los grupos
privilegiados e introducir tendencias democratizantes. Claramente la
lucha contra el cambio climático es una necesidad civilizatoria tanto
como una oportunidad de negocio para muchos. Pero esta oportunidad de
negocio necesita para su realización del fortalecimiento de los Estados,
de una movilización amplia de la conciencia social y de planes a largo
plazo que restituyan, al menos en parte, la capacidad de planificación
democrática de la economía. Está en disputa quién va a detentar la
conducción de la transición ecológica, pero toda relación hegemónica
modifica la composición
y la identidad de los que participan de ella. La propuesta del Green New
Deal —como lo llama la izquierda verde del Partido Demócrata
estadounidense— o Gran Acuerdo Verde es un gran bloque histórico
articulado en torno a la necesidad de la transición ecológica, bajo el
liderazgo público y popular, pero con importantes espacios para el
mercado y la inversión privada siempre dentro de las líneas de futuro de
sostenibilidad ecológica, prosperidad con justicia social y
democratización de las relaciones sociales.
Para ello necesitamos solidificar una alianza entre grupos, intereses
y clases que no sea mero cálculo temporal cortoplacista. Se necesita
de la labor intelectual y moral que acompañe y problematice, que engrase
y solidifique el bloque, que lo adapte a los cambios, acompase sus
reequilibrios, le sintonice con el resto de los humores sociales. Pero
necesita también de las instituciones económicas, las normas jurídicas y
los hábitos que lo reproduzcan, que normalicen y naturalicen el nuevo
rumbo y sean productores de una espiral virtuosa de reformas
igualitaristas, innovadoras y ecológicas. El Green New Deal
necesita dotar de razones para la lealtad a los socios de la economía
privada que podrían estar tentados de buscar rentabilidades más rápidas y
sencillas. Necesita de la producción
de sus propios cuadros políticos y de gestión pública y empresarial, que tengan una cultura compartida y un horizonte
común, más allá de la diferencia de énfasis e intereses. Y necesita
también su propio «pueblo del clima», fortalecido por las
transformaciones para empujar por más, con el tiempo y los recursos
económicos y culturales como para ser una fuerza de contrapeso ante los
intentos de reversión de las conquistas igualitaristas y verdes.
*El libro 'Con todo' es una narración acelerada en primera persona sobre los últimos años y el futuro por venir. A lo largo del libro he incluido varios excursos más teóricos, como este, para explicar algunos conceptos clave en mi trayectoria política. Este es uno de ellos.
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