George Orwell: «En tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario».
miércoles, 1 de julio de 2020
Querido Gonzalo, mil gracias por este máster de consciencia, sentido común y lucidez. Es una inyección de luz en las tinieblas y de serenidad y ciencia verdadera en el desmadre. En su origen la ciencia era conocimiento metódico de la realidad experimentada e intuída, luego se ha convertido en especulación y demagogia sofista "para hacer carrera" hacia no se sabe donde, pero que en ese plan ya se ve claramente donde tiene el límite que ella misma no puede o no quiere ver. En realidad la ciencia para merecer tal nombre, tiene que recuperar la conciencia, humanizándose y basándose en la ética y en su tejido imprescindible: la inteligencia fraterna del amor universal, que emana respeto, atención, escucha y empatía; es decir, capacidad para comprender amando al Otro como a sí mismos. El Otro somos todas y todos. Un nosotros sin límites. Sólo desde ese plano se puede ver en las tinieblas, ser cuerdos en los descalbros e independientes en las ataduras. Reconforta muchísimo que el equilibrio se haga presente en medio del caos y que ese equilibrio sea la Medicina con mayúsculas, que integra en vez de desintegrar. Estas reflexiones no tienen desperdicio, querido doctor, maestro y amigo. ¡Gracias por estar ahí y sobre todo, por Ser lo que vives y transmites! Qué genial sería que esta información pedagógica y verdaderamente sabia y experimentada se escuchase en el Parlamento, en boca de quienes saben lo que dicen y por qué. ¿Cómo sería España y la pandemia con un ministro de sanidad así, como el doctor Gozalo Fernández-Quiroga?
¿Cuáles han sido los grandes errores de fondo en el abordaje de esta pandemia? Y me refiero no ya a los políticos y sanitarios sino a los mas profundos, los epistemológicos (si me disculpan la palabra) de los que derivan todos los demás, o sea, aquellos que están en la raíz, en los principios del conocimiento de un asunto.
Pues podemos citar unos cuantos, algunos de ellos viejos conocidos de nuestra errada epistemología médica predominante:
La idea de que la enfermedad es una guerra.
El mito del control que lleva a la pérdida del control.
El mito de la objetividad científica.
El mito de la certeza para los médicos.
El mito de la certeza para los pacientes.
Esto no es ninguna guerra
La metáfora de la guerra contra la enfermedad, contra el cáncer, ahora contra la la COVID-19, es muy negativa y contraproducente. Y responde a uno de esos grandes errores de fondo instalados en nuestra medicina: el de que las bacterias y los virus son muy malvados y que la enfermedad viene de un afuera repleto de enemigos alienígenas de los que debemos defendernos como sea.
“Este maldito bicho”, “este hijodelagran…”, “ganaremos esta guerra”, “venceremos todos juntos”… Todas estas ínfulas bélicas de pacotilla tan propagadas en redes y, lo que es peor, por las mismas autoridades y stablishment sanitario no se sostienen ni científica ni educacionalmente si de verdad queremos construir una sociedad adulta y libre.
No, amigos, la verdad es que estamos rodeados de virus y bacterias,
estamos “hechos” de esos “bichitos”. Tenemos millones de bacterias en
nuestro organismo y, más aún, billones de virus, la mayoría de los
cuales son beneficiosos y realizan importantes funciones en nuestro organismo. Convivimos con ellos. Son nuestros “amigos”. Esa es la realidad.
¿A qué vienen, pues, esas comparaciones guerreras de las autoridades
gubernamentales en la mayor parte de países ? ¿A qué viene esa
iconografía militarista de las ruedas de prensa, en el nuestro? No
recuerdo ahora quién dijo, recientemente, que esas comparaciones bélicas son, en última instancia, un desprecio
también hacia las personas que realmente sí que están viviendo o han
vivido una guerra; y ejemplos, incluso en la actualidad, no nos faltan.
Un gran desprecio, sí, y un gran error epistemológico.
El mito del control que hace perder el control
Algunos hablan del siglo XIX como el del movimiento romántico y la
tuberculosis como enfermedad representativa y, el XX, y estos inicios
del XXI, el del control y el cáncer. En todo caso, una vez más, este mito del control, sobre el que se han basado importantes supuestos, se ha derrumbado estrepitosamente. Esa idea subyacente de que, como criaturas elegidas de la creación, podemos controlar y explotar indiscriminadamente todos los recursos del medio ambiente, del planeta, ya que, en nuestro soberbio delirio, somos sus dueños y por ello, podemos hacer de él lo que queramos.
Y no es que no tuviésemos ya constantes señales que nos indicaban lo
contrario, pero ha tenido que venir un modesto organismo medio vivo para
derribarnos una vez más del pedestal. Y me es igual
que haya sido creado en un laboratorio o que se origine por causas
naturales. Las explicaciones, tanto las “alternativas” como las
oficiales, no son muy convincentes, aunque tampoco hay que desechar
ninguna de ellas.
Porque hoy día cualquier empresa, cualquier estado, cualquier individuo o grupo sin escrúpulos pueden aliarse y jugar a aprendices de brujo
con los genes. Nuestra idea de control así nos lo hace creer. Porque
somos los más chulos. Por dinero, por ego, por poder, en fin, por lo de
siempre desde que el mundo es mundo, lo cual atañe también a la
investigación científica. Y aunque seguro que abundan más los
investigadores comprometidos con el verdadero progreso y los valores
éticos, de todo hay en la viña del señor. Así que tampoco me
sorprendería que el virus se haya fabricado artificialmente con aviesas
intenciones o se haya escapado accidentalmente de algún laboratorio.
Recordemos que si algo es técnicamente posible, alguien lo estará haciendo en algún lugar.
Por otra parte, esta pandemia muy bien ha podido ser un acontecimiento natural.
La naturaleza es caprichosa tantas veces (ya saben que “azar” es ese
nombre que damos a nuestra ignorancia) o, simplemente, puede haberse
cansado de los “mercados húmedos” (disculpen mi sonrisa), de la sobreexplotación del medio ambiente, de la tala indiscriminada de grandes masas forestales y la presión
que supone para tantas especies, antes en equilibrio, que deben cambiar
de hábitat, ya sean mosquitos, pangolines o murciélagos, los chivos expiatorios de las explicaciones oficiales.
Así que me es igual que el origen sea de los laboratorios o los
sufridos murciélagos. Lo fundamental, en ambos casos, es nuestra idea de
control, el creernos los nuevos dioses
de los genes o de la naturaleza. Y cuando el control se lleva a un
extremo, como bien conocemos por patologías en terapia breve, el
resultado es una pérdida de control que luego nos sorprende y nos asusta.
Lo peor de todo es que nuestra contrición y propósito de enmienda no suele durar mucho.
El mito de la objetividad científica
La idea de la objetividad en la ciencia no es mala en sí misma
siempre que la veamos en perspectiva y no se vuelva rígida. Verla en
perspectiva significa que una buena cantidad de científicos ya han
mostrado que esta supuesta objetividad no es posible o está muy limitada (Einstein, Gödel, Heisenberg, Von Foerster…). Este último, Heinz Von Foerster, lo sintetiza muy bien: “objetividad es la ilusión de que las observaciones se pueden hacer sin un observador”
En medicina aún es más cuestionable esta presunta “objetividad”, pero
ya sabemos que la epistemología médica predominante, a pesar de que ha
producido innegables avances tecnológicos, se ha quedado estancada en
paradigmas de hace dos siglos (por lo menos). No, no existe objetividad en cuanto que al observar un fenómeno lo alteramos con nuestra observación. Es tan sencillo como eso.
La idea de la MBE (Medicina Basada en Pruebas) también es buena en sí misma pero, como todo lo que se convierte en rígido, colapsa. Y ha colapsado,
aunque sus adeptos más recalcitrantes todavía no lo saben. El ensayo
clínico, ya sea doble o triple ciego (¡qué gran metáfora!), no es capaz
de explicar lo cualitativo, lo complejo
de los seres vivos, o lo hace de forma muy aproximada. Por no hablar de
la inutilidad y falsedad de tantos estudios como mostraba el clásico
artículo del reputado J. Ioannidis o, más recientemente, la escandalosa expulsión de la Colaboración Cochrane de uno de sus fundadores, Peter Gotzsche,
o la utilización espuria por parte de las farmacéuticas que han
“secuestrado” y convertido, al final, a la MBE en un apéndice más de
ellas mismas, como los propios editores de las más prestigiosas revistas
científicas (Horton, M. Angell) han denunciado.
La piadosa explicación de que el hecho de que salgan a la luz todos
estos escándalos es muestra de que el sistema funciona, es eso, una
explicación tan piadosa como la del mercado húmedo y los ubicuos
murciélagos.
Médicos, no existe la certeza
En estos meses de pandemia COVID-19 hemos visto lo que es en verdad la medicina. Una práctica empírica.
Se han administrado medicamentos que luego hemos comprobado que eran
inútiles o contraproducentes. Y no uno, ni dos, muchos. Quizás algún día
se estudie la yatrogenia producida por ellos. Ha
influido lo excepcional de la situación, claro, pero también la “lucha”
entre laboratorios para imponer sus fármacos a pesar de la controversia
por su falta de “evidencia”.
Esto no es ninguna crítica a mis colegas sanitarios que han estado en
primera línea, afrontando la crisis, las más de las veces sin los
medios adecuados. Al contrario, han sido unos verdaderos héroes y bien
merecido tienen el agradecimiento de la ciudadanía, aunque mucho me
temo, saliéndome del tema, que cuando todo esto pase ellos serán los
primeros sacrificados.
Y es que en medicina, nos guste o no, vivimos y viviremos con la incertidumbre a pesar de todos nuestros intentos, ficticios, de control.
Un cierto grado de incertidumbre, inherente al acto médico, que ni
protocolos, ni guías, ni reglas de ningún tipo pueden prever. Si alguna
vez lo hemos creído, la pandemia nos ha vuelto a mostrar la realidad.
Lo siento, colegas sanitarios, pero una vez más constatamos lo que ya sabíamos: que no hay certezas. Es lo que hay.
Pacientes, no existe la certeza
Lo siento aún más, pacientes, pero en medicina no hay certezas, ni garantías. Es lo que hay.
Tantos años de mala educación sanitaria ha hecho creer que la
medicina es algo cierto, seguro y con garantías. Que podemos afrontar
con éxito seguro cualquier situación. Que para todo hay una vacuna o un fármaco. “Tú no puedes pararte por un resfriado” decía el anuncio televisivo. Pues vaya que sí. Un modesto virus, de la familia de los que producen los resfriados, ha hecho que te pares, no solo tú, sino el mundo.
Pero en vez de educar a la gente en esa idea de la incertidumbre médica, ahí siguen los políticos y los medios hablando de la vacuna milagrosa. De nuevo la falsa seguridad, la de los niños pequeños. Pronto habrá una vacuna y todo habrá sido un sueño, un mal sueño.
Y quizás haya una vacuna, no digo que no, aunque hasta ahora no se ha conseguido para ningún coronavirus. Y quizá también sea más efectiva y menos controvertida que la de la gripe
que, por paradójico que suene, cuanto más la MBE muestra sus carencias y
déficits, más campañas de vacunación emprenden las autoridades.
Y así seguimos sin implicar a los ciudadanos en la gestión de su
salud. ¿De verdad que con la presunta distancia de seguridad y las
contradictorias recomendaciones sobre mascarillas ya hemos hecho todo lo
que podemos hacer?
Reflexiones para un nuevo paradigma
Yo creo que, ya que nos hemos parado todos, que se ha parado el
mundo, algo insólito en la historia reciente para una sociedad tan
engreída como la nuestra, quizás valdría la pena reflexionar un poco,
tal como hacemos en los periodos de convalecencia tras una enfermedad.
Ahí van, pues, unas cuantas reflexiones:
¿Cómo cambiar nuestro posicionamiento ante el medio ambiente con todo lo que eso conlleva?
¿Cómo actuar como si formásemos parte del planeta y no como sus dueños?
¿Cómo centrarnos en las condiciones socioeconómicas como principales causas de enfermedad?
¿De verdad que la enfermedad solo viene de fuera?
¿Cómo,
dejando aparte mi genética, que es la que es, mis circunstancias
vitales, emociones, reacciones y susceptibilidad temporales influyen en eso que llamamos “sistema inmune”?
¿Qué puedo hacer yo para que ese sistema esté en las mejores condiciones?
Dieta
saludable, movimiento físico, dinamismo osteomuscular, comprensión
emocional, autocuidado, perspectiva holística… ¿Cuántos fármacos nos evitaríamos practicando y educando, de verdad, a la población en ello?
¿Cómo concretar el “primum non nocere”?
¿Cómo integrar el holismo en medicina sin perder “objetividad” y en beneficio del paciente?
¿Cómo desterrar el miedo?
¿Cómo hacer para que nos traten como adultos libres y responsables de nuestra salud?
¿Cómo ser más tolerantes, respetuosos y solidarios?
Sí, viendo estas reflexiones, ya sabemos que muchos prefieren la “vacuna”.
Pues nada, a esos hay que emplazarlos a la próxima pandemia o similar… Porque vendrán más si seguimos así.
El gran Gregory Bateson, antropólogo, científico social, cibernético, dice en su obra “Pasos hacia una ecología de la mente”:
“Es inútil alegar que un pecado concreto de contaminación o
explotación fue solo venial, o preterintencional, o que se cometió con
la mejor de las intenciones. O que, «si no lo hubiera hecho yo, lo
habría hecho cualquier otro».
Y él, que no era creyente, cita a S. Pablo en la que considera “la máxima más severa” de la Biblia y, trasladándola a los procesos cibernéticos y ecológicos, concluye que al igual que la ley de la gravedad o la entropía:
“Dios no puede ser burlado”.
Gracias Gregory. No será por no haber avisado.
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