El sonido de nuestro silencio
En México, una mujer tomará en breve —en una situación inédita— las riendas del país y en los Estados Unidos de América los ciudadanos tendrán que decidir si por primera vez la presidencia no la va a ocupar un hombre. Todo ello es noticia por ese carácter pionero que nos indica el largo, azaroso y esforzado recorrido de las mujeres, desde tiempos remotos hasta el día de hoy, para llegar a integrar el cero y poco por ciento de cualquier estadística. Siendo más de la mitad de la población mundial, el ranking resulta pobre y da idea de que la igualdad está lejos. En el mundo existen actualmente solo 26 mujeres que sean jefas de Estado de un total de 195 países reconocidos (Palestina no se considera como tal). En casa, la Justicia Española cuenta por primera vez con una mujer al frente del Tribunal Supremo y del CGPJ. Siendo una profesión en que las mujeres son mayoría, esta excepción resulta incongruente.
Los ejemplos dan cuenta de que en Occidente —la referencia para muchos otros países menos afortunados— queda un largo camino para que la igualdad sea realmente efectiva. El dominio masculino en la sociedad se deja notar en esta exclusión permanente de la mujer en puestos de responsabilidad. Una hegemonía la de los hombres que tiñe de violencia a las sociedades y si en España los asesinatos de las mujeres son un goteo continuo, en otros países las cifras llegan a categorías insoportables y los casos de agresión a la infancia y de explotación sexual de niñas y adultas suponen en el mundo una realidad criminal que se aborda yo diría que con escasas ganas, o eso parece.
Todo lo que enumero es una realidad que debe avergonzarnos, contra la que tenemos que estar en continuo combate y que tiene parangones ante los que te quedas sin palabras para expresar el horror, la repulsa y la indignación que provocan. Y ello frente a quienes, como la extrema derecha, niegan la evidencia y se aferran a la visión patriarcal todavía muy arraigada en el mundo.
Horror en Afganistán
Esto es lo que desde 2021 les está sucediendo a las mujeres en Afganistán. Al día de hoy, sufren unas restricciones imposibles de imaginar. Deben ir acompañadas de un hombre de su familia en todo momento, no pueden acceder a la educación, ni trabajar (salvo excepciones obligadas como es el caso de atención médica a mujeres y niñas en los hospitales), y cualquier idea de pasear, o acudir a alguna instalación de ocio o deportiva, está vedada. El matrimonio es forzado y sin posibilidad de elección, desde bien pequeñas. Una de las últimas medidas ideadas a finales de agosto por los talibanes para ahondar en la represión contra sus víctimas ha sido la ratificación de la Ley para la Propagación de la Virtud y la Prevención del Vicio, que las obliga al uso del velo para cubrir el rostro, condenando además el sonido en público de la voz de mujer, como una falta contra la modestia.
Callarlas para que no protesten, para que no expresen su opinión, para que no puedan expresarse y contar al mundo lo que está ocurriendo. En 2021, Afganistán contaba con una población de 33.698.000 personas, de las que un 49,5 por ciento eran mujeres, según datos de nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores. La tasa de fecundidad, atendiendo a la información del Banco Mundial, era entonces de 4,64 hijos por mujer.
Desastre político
Afganistán siempre ha sido un territorio indómito que se resistió a todo tipo de conquistas. Sin ir más allá de la ocupación rusa, que concluyó en 1989, las guerras tribales y el triunfo de los talibanes en 1994, con el apoyo de los Estados Unidos a través de sus servicios secretos, el deterioro no hizo más que avanzar.
Todos recordamos las ejecuciones, lapidaciones, persecución de las mujeres y demás brutalidades que acontecían ante la vista de todo el mundo. Después, en octubre de 2001, Estados Unidos intervino en Afganistán con el objetivo de combatir a los terroristas de Al Qaeda —responsables de los ataques del 11-S— y al régimen talibán que les había dado refugio. En dos meses, mediante la llamada Operación Libertad, los talibanes fueron derrotados. Se firmaron entonces los acuerdos de Bonn que plantaban el diseño de una estrategia internacional para que el Estado afgano pudiera reconstruirse sin los talibanes y sin terroristas que se reorganizaran en el territorio.
El 2 de octubre de ese 2001, publiqué un artículo en el que mostraba mi preocupación por los acontecimientos y por el futuro de la población: "Occidente y sus jerarquías políticas, militares, sociales y económicas han estado más ocupados del progreso abusivo y vergonzante de la producción, la especulación y el beneficio globalizados, que de una adecuada redistribución de la riqueza, de una política de exclusión social, que de una mayor atención a la integración de los pueblos o de una política de inmigración progresista y solidaria; del mantenimiento y exigencia de la deuda externa, que de la implementación de recursos en esos países a los que ahora se les pide ayuda o comprensión, o a los que se amenaza con la guerra final, con la justicia infinita o con la paz duradera. Por esas omisiones conscientes ahora se sufren las consecuencias terribles de una violencia irracional extrema y fanáticamente religiosa".
Y en relación a la búsqueda de culpables por los terribles hechos del 11-S, añadía: “…Se puede reprochar no sólo a los talibán, por su régimen de opresión y represión en Afganistán, sino a los gobernantes de los países occidentales que, de forma irresponsable, han generado y siguen generando, a través de la cobertura de los medios de comunicación, una psicosis de pánico en el pueblo afgano ante la inminencia de la invasión y a la previsible masacre, y que les ha obligado a una huida hacia una supuesta seguridad y libertad, pero que realmente les conduce hacia una más que segura catástrofe humana. ¿Quién responderá de estas muertes? ¿Y del hecho en sí de las migraciones forzadas? Probablemente a nadie de aquellos interese que mueran unos cuantos miles de afganos porque, a pesar de los grandes discursos, su suerte ya está echada”.
Responsabilidades
Un informe de Pol Bargues, investigador principal de CIDOB, centro dedicado a investigaciones internacionales, señala dos factores claves para el fracaso. De una parte, explica, crearon un Estado dependiente de la ayuda exterior. Al mismo tiempo, la aportación de más recursos económicos y militares forjó a la vez más tensión y violencia en el interior del país, generando demasiadas expectativas y desapego con este proyecto, tanto en Estados Unidos y Europa como entre los militares y civiles responsables de llevar a cabo la misión sobre el terreno.
Por otro lado, “el proceso de transferencia de responsabilidades a los afganos ha resultado difícil de concretar para Estados Unidos y sus aliados sin el apoyo de mucha gente de las zonas rurales, que se ha ido distanciando del Gobierno de Kabul y las instituciones apoyadas por la misión internacional, lo que ha facilitado el retorno de los talibanes”, destaca Bargues. Todo ello sin olvidar la corrupción galopante de todos los centros oficiales, nuevamente ante la pasividad internacional, combatiendo el terrorismo, pero no sus fuentes de financiación, que no eran otras que el narcotráfico, especialmente de heroína.
A esto se añade que las fuerzas estadounidenses descubrieron a Bin Laden en su escondite a unos 100 km al norte de Islamabad (Pakistán) y lo mataron el 1 de mayo de 2011. A partir de esa fecha, fue cuando tuvieron lugar los primeros planteamientos de retirada de las tropas internacionales para poder dejar el país en manos afganas. Y aquí empezó el desastre: como bien subraya el citado informe, “a pesar de que se firmó el acuerdo de paz en febrero de 2020 entre los talibanes y el Gobierno de Estados Unidos, la retirada de las tropas internacionales en agosto de 2021 fue dramática: dimisión del Gobierno de Ashraf Ghani, rendición del ejército afgano y los talibanes tomando el control de todo el país”.
El regreso de los talibanes provocó una dramática situación para la población y, en particular, para aquellos que ocupaban cargos relacionados con las legaciones extranjeras, los colaboradores e intérpretes, quienes detentaban puestos públicos y, por supuesto, para las mujeres, que podían esperar lo peor del nuevo régimen. En un recorrido exprés, se trataba de un país que venía de sufrir la invasión soviética en los años ochenta del siglo pasado, una guerra civil en los noventa y el terror del régimen talibán hasta la llegada de Estados Unidos y sus aliados en 2001. Sabían lo que se avecinaba.
Los fundamentalistas rodearon Kabul entrando en la ciudad después de conquistar en dos semanas cada capital y ocupar el 90 por ciento del territorio. La salida inmediata del presidente, Ashraf Ghani, resume la situación, tras la retirada de las tropas de EE UU y sus aliados.
Las mujeres afganas siguen enarbolando la bandera de la libertad aun sabiendo que las amenazan las detenciones, la tortura, el presidio o que pueden afrontar condenas desmesuradas
Huida
Recordarán las imágenes terribles del aeropuerto con multitud de ciudadanos intentando salir de un país de pronto atemorizador. En agosto de 2022, el Gobierno español había evacuado a 3.900 personas entre antiguos colaboradores directos de nuestro país, civiles colaboradores de países de la UE y la OTAN y personal diplomático, cuyas vidas se encontraban en riesgo tras la reinstauración del régimen talibán.
Todas las historias eran complicadas, pero cito la salida del fiscal general y de su familia, que colaboró en propiciar nuestra propia fiscal general, Dolores Delgado, en una acción valiente y decidida, con la colaboración de otras personas igualmente sensibles y que demostró que, cuando se quieren hacer las cosas bien y se ponen los medios, se consiguen resultados. A la postre, la iniciativa de la fiscal Delgado, de la que fui testigo de excepción, quedó en el reconocimiento al exfiscal general afgano, que finalmente fue recibido en Nueva Zelanda tras pasar meses en España sin mayor cobertura. Fue una situación muy peligrosa para sus protagonistas, que estuvieron a punto de perder la vida, pero mereció la pena. Lo verdaderamente triste y demoledor es el olvido en el que la comunidad internacional ha dejado a Afganistán, y especialmente a las mujeres.
La realidad feroz era que el grueso de la población continuaba al albur de sus nuevos regidores y, para las mujeres, comenzaba una pesadilla tanto más trágica cuanto que durante unos años habían conocido una normalidad democrática. Se quedaron así huérfanas de protección, con sus derechos cercenados, condenadas al ostracismo y la sumisión y sin esperanza de futuro. Algunas consiguieron huir al vecino Pakistán, con la ayuda de organizaciones como entre otras, El club de las 25, un colectivo feminista que trabaja en este sentido. Las historias que relatan las víctimas son muy duras.
A pesar de lo que están viviendo, las mujeres afganas siguen enarbolando la bandera de la libertad aun sabiendo que las amenazan las detenciones, la tortura, el presidio o que pueden afrontar condenas desmesuradas. En Change.Org se encuentran peticiones para que, desde aquí, la represión de las mujeres en Afganistán se declare crimen de Lesa Humanidad.
Es lo menos que podemos hacer. Peleamos por conseguir la igualdad entre mujeres y hombres en nuestro propio país al igual que otras democracias consolidadas. Nos congratulamos de los éxitos duramente conseguidos cada vez que una mujer es nombrada al frente de una institución, pero aun con estas satisfacciones hay que ser conscientes de que una sombra oscura se extiende sobre la humanidad: es la voz omitida de las mujeres afganas. La dura verdad es que asistimos impasibles al drama de las mujeres de Afganistán, y el sonido de nuestro voluntario mutismo alimenta su silencio impuesto.
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Baltasar Garzón es jurista y autor, entre otros libros, de 'Los disfraces del fascismo'.
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