La verdadera economía es imposible sin las personas que trabajan para que la economía exista. Lo peor que le puede pasar a una generación de gestores políticos y por ende, a la sociedad, es confundir la economía con el negocio y reducir el bienestar social solo a la abundancia de dinero, de consumo enloquecido, al estilo USA, y de gasto despilfarrador. Aunque los prebostes de la política no se lo planteen, la vida, la salud y el bienestar de los trabajadores es la verdadera base de la economía, su motor principal. Ecomomía quiere decir: norma adecuada, (nomía) para gestionar lo mejor posible la casa (oikós), en este caso, la casa de todos: el estado, la pólis, que es la casa de la politeia, de la ciudadanía. No tenemos otra.
A veces pienso que bastaría con que en la escuela, en el instituto y en la universidad se ensañase a comprender el sentido original de las palabras y a aplicarlo sanamente en clases prácticas a la realidad que vivimos, para que luego en la vida no haya tantos problemas de comprensión e identificación que se derivan de la idioteia o sea, del exceso de ego mal empelado, que es el motor del caos, tanto personal como colectivo.
Nuestra sociedad es muy cutre, muy miope en las miras (no en las ambiciones, en la avaricia ni en el paripé de lo ilusorio) y no es un insulto ni un maltrato reconocerlo, es la realidad, y como las enfermedades, cuanto antes se reconoce y se diagnostica, antes se cura. No debemos confundir la esperanza y la sana utopía con "la ilusión". Es decir, que un país enfermo debe tener una gran esperanza en su curación y poner en ella todo su interés y todos los medios a su alcance para que la vida humana salga del agujero negro de la enfermedad, y eso no se logra encerrados en casa viendo series, escuchando cotilleos y anuncios en la tele y sin poder convivir y sanearnos en una pandemia, para más inri.
Los gestores políticos no son capaces de hacer un plan pedagógico y aprovechar estos tiempos de encierro social para, precisamente, instruir a través de TVE y el ordenador a la ciudadanía, mediante unos programas terapéuticos de trabajo personal, participativos, por medio de los que se despierte la conciencia individual y colectiva, en vez de emitir constantemente distracciones para escapar de una realidad que nos tiene encadenados. Por ejemplo, podría encargarse de esa función psicosanitaria el Teléfono de la Esperanza.
Sin un eje que nos sostenga "por dentro", como lo es la conciencia, es imposible que podamos conectar con "lo de fuera" sin perdernos, bloquearnos y disolvernos en las circunstancias, en las emociones, en las tensiones desconocidas y en los miedos, eso es lo que les está pasando a los gestores políticos. Están desbordados, como toda la población, nunca se han visto en una situación semejante. Se ven obligados a dar respuestas que no saben como explicar porque esas respuestas, por primera vez en sus vidas y en las nuestras, no están en ningún manual: se tienen que idear, elaborar y construir sobre la marcha y en un mundo donde lo que hoy vale mucho, mañana puede que hay desaparecido y su lugar lo ocupe una desgracia inesperada que pone todo patas arriba. Miedo da imaginar que el pp y vox estuviesen gobernando el estado ahora mismo.
Para trabajar en ese clima vital la crítica, los malos rollos intercambiados y la queja constante contra lo que no se entiende o se combate por simple enconamiento ideológico, tienen que convertirse en análisis y propuestas consensuadas a favor del bien común. Y eso fundamentalmente depende de la salud psicoemocional y de los valores auténticos de los políticos que nos representan, al menos en teoría. Y esos valores solo pueden crecer y desarrollarse en la conciencia. Si no hay conciencia es imposible improvisarla, como no se puede improvisar de repente el conocimiento de una lengua que no se conoce.
Hay en la Biblia una metáfora muy interesante: la historia de la Torre de Babel. Es lo que nos está sucediendo política y económicamente en este momento, salvando las distancias y los detalles religioso-temporales. El caos. Nos hemos perdido por el camino que acaba en un abismo social, económico y climático, pero seguimos empeñados en que ese camino es el único posible. Y desde luego la solución no van a ser jamás los palos de ciego ni los dados del azar en un programa de juegos y apuestas pseudopolíticas a ver si suena la flauta por casualidad como en la fábula de Iriarte. Ningún gobierno de derechas ni de izquierdas puede solucionar en una hecatombe global lo que los gobiernos anteriores se han ido cargando pasito a paso, herramientas y funciones que ahora resultan imprescindibles para no hundirse por completo. Y no, no es el dinero lo que nos puede salvar del desastre, ya vemos que el dinero es una droga para los que lo acumulan, sino quienes hacen posible que el trabajo compartido, la atención personal, la prontitud de los servicios, la solidaridad que nos iguala y la responsabilidad para aplicar humana y honestamente las soluciones que se vayan construyendo. Menos tracas, menos ruido, menos banderas y más vendas, menos coces y más empatía, más luces que no se apaguen al primer canguelo y más nueces que repartir empezando por quienes más las necesitan.
El azar es el recurso de los inútiles y hasta cuando aparentemente les favorece, basta que se confíen para que acabe por arruinarlos de muchísimas formas. El azar es caprichoso y lo mismo construye que destruye lo construido, con el mismo entusiasmo y el mismo desapego indifetrente.
Esperemos que los gestores del desastre se despierten a tiempo.
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