PENSADORES INTEMPESTIVOS / 5. KIERKEGAARD
El problema de ser eterno
Kierkegaard es el pensador moderno que más en serio se ha tomado el asunto de la inmortalidad y la desesperación que conlleva

¡Mi querido lector!, ¡lee, en lo posible, en voz
alta! Al hacerlo recibirás con más fuerza la impresión de que tendrás
que habértelas únicamente contigo mismo, no conmigo, “que no tengo
autoridad”, ni tampoco con otros, lo que sería una distracción. S. K.
Para el danés, lo que define al ser humano no es la razón, ni la capacidad de utilizar el lenguaje abstracto o metafórico. Lo que nos define es la desesperación. El hombre es ese animal que desespera. Y esa desesperación sobreviene por ser espíritu, es decir, por ser eternos. Ser eterno es desesperante, pero también lo es ignorar esa condición. Kierkegaard convirtió la desesperación en categoría filosófica. Es la enfermedad esencial del hombre y la llamaba el “incendio frío”. El calor de ese fuego es la desesperación misma, y el frío la dialéctica, que es lo que caracteriza al espíritu. El espíritu es dialéctico porque es una síntesis de lo eterno y lo pasajero, de lo infinito y lo finito, de la posibilidad y la necesidad. Estamos hechos de opuestos (ya lo dijo Heráclito) y el espíritu es el lugar donde se reconcilian los contrarios. Nuestra condición híbrida tiene una conclusión: somos seres desesperados. Y un corolario: nuestro problema no es la muerte, nuestro problema es ser eternos.
No hay nadie que no sea un desesperado. Y esa desesperación congénita la tapamos de muchas maneras: buscando la (frágil) felicidad, contemplando la belleza (efímera) o parapetados en la ética (puritana). El ajetreo mundano y sus afanes nos permite olvidamos de ese yo profundo y desesperado que somos. Y lo hacemos generalmente expandiendo el ego (ese amasijo de manías e inclinaciones mentales). Nos olvidamos del Uno (que no es un número, como decía Nicolás de Cusa, sino aquello que hace posible los números), y aceptamos ser un número entre la multitud. Esa es la forma de desesperación más común. La persona que se ha perdido de este modo puede tener éxito en la vida, pero su espíritu ha quedado pulido como un canto rodado, y circula como moneda corriente que va de mano en mano. Nadie lo considera un desesperado (al contrario, todos se rinden a su éxito), pero ese ciudadano ejemplar, amante de la previsión y de amontonar dinero, secretamente lo es.
Para Kierkegaard, lo que define al ser humano no
es la razón, ni la capacidad de utilizar el lenguaje abstracto o
metafórico. Lo que nos define es la desesperación
Toda esta visión tiene, claro está, sus antecedentes. Kierkegaard se arquea como un junco, es espigado y algo contrahecho. Lleva un pañuelo de seda abrochado al cuello, la mirada clara, los rasgos afilados, el pelo erguido y arremolinado. Recorre las calles a buen ritmo y con el andar desacompasado (tiene una pierna más larga que otra), con la casaca excesivamente abotonada y la barbilla alta. Su estampa es familiar entre sus conciudadanos. No tanto porque haya sido ridiculizada hasta la crueldad por una revista satírica local, sino por sus continuos paseos, porque saborea con gusto e ingenio las conversaciones con sus paisanos, por sus continuas muestras de afecto con los estudiantes atormentados que se acercan a él. Su vida breve (como la de Weil o Pico) discurre sobre el abismo. De joven descubre que su padre maldijo a Dios cuando era cabrero en Jutlandia. Su melancólico progenitor puede oír la carcajada divina, que se concreta en su éxito en los negocios. Comprende que debe asumir esa carga. Se enamora de Regina Olsen, de 14 años, pero renuncia al matrimonio y se consagra al estudio. Salvo unos meses en Berlín, su vida transcurre en Copenhague. En la capital alemana escucha las lecciones de Schelling, que le parece un mentecato y, cuando toda Europa es hegeliana, sostiene que no hay equivalencia entre ser y razón y que la verdad no solo está lejos de ser “puro pensamiento”, sino que se parece más a una subjetividad insondable y contradictoria. Como en el caso de Weil, una experiencia extática lo lleva a abrazar la lucha contra la cristiandad en nombre del cristianismo. Gasta todo su dinero (heredado gracias a la maldición de su padre) en la revista El instante. En sus páginas firman muchos pero sólo escribe él bajo diferentes heterónimos. Cuando se le acaba el dinero, muere. Arrinconado por la iglesia oficial y los hegelianos, evita el olvido gracias a Haecker y Heidegger y llega a España a través de Høffding y Unamuno.
De todos los filósofos, Kierkegaard es el mejor escritor
De todos los filósofos que he leído, Kierkegaard es el mejor escritor (y no sé danés). Le sigue de cerca Nietzsche y, un poco más rezagados, vienen los “ingleses”: Hume, Berkeley, Santayana y Bergson (un escocés, un irlandés, un español de Boston y un judío anglo-polaco nacido en Francia), más claros pero no menos audaces. Dicen los que saben alemán que Hegel es ilegible y Kant torpe. A veces me pregunto si la buena filosofía es amiga de la literatura. Sospecho que sí, aunque lo literario siempre está amenazado por la afectación y la buena filosofía es diáfana. El estilo de Heidegger o Derrida es una conmoción pasajera (y francesa) que acabará siendo olvidada.
La exigencia de este gran desesperado que fue Kierkegaard parece ilimitada. Encierra una metafísica de la juventud: toda vida que no se funda de modo transparente en la pura posibilidad (lo divino) es una vida malgastada. Hay quienes prefieren reposar en las nubes de abstracciones como el Estado, la Nación o la Justicia, o en deberes que ligan a los demás. “El niño, que hasta ahora solamente ha tenido a los padres como medida, pronto será un hombre cuando tenga al Estado como medida. ¡Pero qué rango infinito adquiere cuando lo divino se convierte en su medida!”
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