Estar en Barcelona
Publicada 05/11/2017 (Infolibre)
Cansado de los asuntos y los debates del ser, necesito de vez en
cuando acudir al modesto refugio del estar. Eso he hecho estos días: he
tomado un tren, he visto cómo el campo corre por la ventanilla a una
velocidad de vértigo y me he bajado en la estación de Barcelona Sants.
Gustavo Adolfo Bécquer descubrió la velocidad del mundo al subirse como periodista a un tren. El encargo de informar sobre la inauguración de la línea de ferrocarril Madrid-San Sebastián le hizo descubrir el vértigo de la historia contemporánea en el que los acontecimientos se suceden como paisajes devorados por otros paisajes. Era el 15 de agosto de 1864. Años más tarde llegó el avión, llegaron las redes sociales, el mundo digital y la vida condenada a una prisa cada vez más desfiguradora. Desde Bécquer y sus Rimas, la poesía no hace otra cosa que pensar una respuesta humana a esta aceleración que vive para negarlo todo y dejarnos vacíos.
El querer estar es un refugio cuando la obsesión de ser cae en el vértigo. El estar a tiempo no significa entonces participar en una carrera, sino estar cuando hace falta, estar siempre ahí, estar con los pies en la tierra, la voluntad de preguntarle a los amigos y las amigas si están bien.
Con Xavier y los lectores de la Llibreria Nollegiu hablamos de García Lorca, recordamos dos versos de Poeta en Nueva York: “Yo denuncio a toda la gente / que ignora a la otra mitad”. Ante los grandes mataderos de la Metrópoli, escucha la experiencia de los pobres, los negros, las mujeres y la naturaleza para escribir que debajo de las multiplicaciones o de las divisiones siempre hay una gota de sangre. Y se interesa en aclarar, bajo el signo de Dante, un matiz decisivo: “No es el infierno, es la calle. / No es la muerte. Es la tienda de frutas”.
Es la vida cotidiana, la vida de la gente, la tienda del barrio, esos lugares en los que la amistad busca huecos para escucharse. He venido a Barcelona para escuchar. No en busca de información política, porque estoy ya saturado de información, no sabemos nada por culpa de los excesos de información. He venido para estar con los amigos, para preguntarles cómo están, para cumplir el rito necesario y lento de contarnos la vida.
Quedo a comer un día con Joaquín, Jordi y Domingo, colegas de la Universidad y la poesía. Quedo a comer otro día con Mariona y Joan para hablar de todo, porque cuando hablamos como si nada de Joana y Elisa nos damos cuenta de que estamos hablando de todo. Luego me acerco a los estudios de la calle Caspe de la cadena Ser para entrar en Hora 25, y le digo a Àngels –que me escucha desde Madrid–, que hoy escucho y hablo desde Barcelona, su ciudad. Estar a la escucha antes de hablar es saber ponerse en el lugar del otro.
Voy al cine con Marta y Mónica, me tomo un gin-tonic con Marçal, llamo por teléfono a Rosana para que venga el domingo en su silla de ruedas a la lectura que hacemos Joan y yo. Vamos a celebrar el cuarto cumpleaños de Nollegiu. En el libro que acaba de publicar Joan, Un hivern fascinant, hay un poema que me emociona de manera particular. Sonríe cuando ve a un padre fatigado empujando la silla de ruedas de su hija por la calle de Atocha.
Como ahora la velocidad es el avión, a Joan le gusta viajar en tren. Y como teme las prisas, cuando viene a Madrid, prefiere dormir en algún hotel de la calle Atocha para estar cerca de la estación en el momento de la salida. En esa calle en cuesta, vio a un padre empujando una silla de ruedas, y el padre quizá pensó que alguien con humor mezquino se reía de su sudor. No sabía que Joan pensaba en su vida, en una vida que encontró sentido poético en su hija ya muerta y en la rutina de empujar durante años una silla de ruedas. El hombre de la calle Atocha no sabía, es lógico, cómo iba a saber, desconocemos tantas cosas.
Mis amigas y mis amigos tienen sus sentimientos y sus ideas. Unos son independentistas y otros no; unos no eran independentistas, pero van a votar ahora a los independentistas; y otros eran independentistas de siempre, pero ya no quieren ni oír hablar de las mentiras del independentismo. Otros siguen más o menos siendo lo que eran pese a vivir alarmados por los acontecimientos. Y otros ya no saben lo que son, ni dónde están, porque su empresa se ha ido a Alicante, mientras la de su mujer se va a Madrid. Quiero mucho a un antiguo comunista, interrogado por el sangriento comisario Creix en los años más duros de Via Laietana, que dice estar casi dispuesto a votar a Rajoy por indignación ante las secuelas del Régimen de Pujol.
Me lo dice, y luego sonríe y me comenta “ya sabes que no, he dicho casi, estoy exagerando”. Yo lo escucho, sonrío también, reímos; cualquiera que nos vea se preguntará con indignación de qué se están riendo estos al hablar de Catalunya. Si se decide a escucharnos, a escuchar las palabras de la mesa de al lado, no encontrará la palabrería de las consignas. Quizá sólo oiga el murmullo de un cansancio, el cansancio del ser, y mi necesidad de estar en Barcelona, la voluntad de estar con los amigos.
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Es un encanto este canto sabático que hoy nos ofrecen el hartazgo y la saturación del poeta dominguero, un estado inevitable cuando la emociones, después de agitarnos nos agotan hasta la extenuación, y sobre todo cuando hay que estar saltando de Bécquer a Espriu o de Cercedilla a Monistrol para despejarse mirando correr los paisajes desde el cómodo asiento de las largas distancias del ferrocarril, siempre tan cinematográficamente servicial a la hora de escapar de lo insoportable y de correr hacia lo salvífico. Es lo que tiene que las emociones nos zurren y sacudan como alfombras y nos hagan separar el ser del estar hasta llevarnos a la esquizofrenia, a ese vivir sin vivir en sí de la mística findelmundo y esas cosas, que todo lo trocea a cachitos y de repente una se harta y dice, hále, ahora sólo quiero estar, sin ser y ¡qué le den al ser y a sus tontunas! O viceversa, oye, que el caso es cambiar de registro para dejar a la circunstancia orteguiana más espacio en el que aclararse sobre si va por libre o nos incluye en sus planes manejantones o sumisos, según tenga los humores cotidianos, que la circunstancia es muy suya aunque se las dé de pasajera y versátil.
Afortunadamente la poesía es infinita y no hay quien la domine ni la sujete y por eso nutre tanto y nunca se da por saciada siendo ella misma el respiro que llena todo sin hartar jamás.
El riesgo que tiene la épica de las escapatorias felices es que limita tanto a los poetas ricos como a los poetas pobres. Ya estamos con las clases, pero es lo que hay. Si cuando los poetas se cansan de ser o no ser, o de estar aquí o allá, no cuentan con pasta suficiente para irse de trenes, de ciudades o continentes, de amigos rentables a los que invitar o que invitan a todo para irse de inspiradores bares y restaurantes con pedigrí en los que charlar a gusto sobre la poesía, no cuentan con pasta suficiente ¿qué harán?, ¿qué emociones les arrebatarán la líbido poética, si sólo cuentan con un bocadillo de mortadela tiesa con pan de ayer y unas galletas de Caritas? ¿Qué musa querrá compartir esa experiencia no elegida sino siempre impuesta por el fatum de lo inevitable?
Que sepamos no hay ninguna musa especialista en el embellecimiento y la emoción de la pobreza, capaz de sacarle lustre al estómago vacío ni al despido fulminante sin derecho a paro porque no hay contrato, sino abusos y emergencia total. Y es ahí cuando, en realidad, la poesía debe ser la luz pariéndose a sí misma en medio de la oscuridad deshumana, el consuelo y la esperanza, la belleza inexplicable de una nana de cebolla, de un beso de barro y lluvia ácida.
Por desgracia esa poesía muy pocas veces se edita ni se publica.Ni falta que le hace. Porque fundamentalmente se vive en crudo y compartido y raramente se escribe, casi me atrevería a asegurar iconoclastamente que los poetas reales no escriben, seguramente escribimos los poetas a medio hacer, como sólo necesitan llantos de socorro y reclamo de atención los niños chicos.
Hay poetas que además de escribir, publicar y ser aplaudidos y de estar intentando ser, descubren la esencia de la poesía y empiezan a combinar la simulteneidad natural e inseparable del ser y del estar en el mismo pack. Y de repente algo les revela desde dentro y desde fuera que no es posible estar sin ser. Y que el problema consiste en estar sin conciencia de que se es. De hablar del amor que creemos tener aparcado en el garaje de lo ilusorio. Entonces el mundo se va de cabeza cuántica, como en La Historia Interminable de Michael Ende, donde la nada arrasa lo que no ejerce el SER. Creer que SER es una comida de tarro que se opone a estar ¿tiene sentido? No es posible estar sin ser y estar no significa estar siempre de maravilla, se puede además, estar fatal, estar de más, estar haciendo la puñeta, estar destrozados, estar heridos, enfermos o muertos; todo el conjunto de estares, para poder estar, necesita SER a la vez conciencia que respira, que se sabe a sí misma en el sí y en el Otro, pero no solo en teoría ni en plan selecto de afinidades electivas, sino dando el callo poéticamente, no se puede dar de otro modo. Lo más grande de este asunto es que todo eso se VIVE y no es necesario repensarlo ni marearlo (ahí la simplicidad el zen tiene mucho que aportar: el ser es un haiku permanente que se revela a sí mismo sin tacataca palabril) y se comunica más por la fusión del SER que por las palabras, por muy hermosas que sean, apenas dicen nada sin el alma de quienes las pronuncian, las escriben y la leen. Si la palabra no se hace carne y acto, ni despierta lo que toca, ni resucita los fiambres, ni sana a los enfermos, ni se hace pan fundante de autoestima y dignidad en el hambre del pobre, es un mero sonido mecánico, un eco que se borra en el aire del vacío.
Lo dijeron y lo hicieron poetas de la humildad que cumplieron todas las condiciones de la mejor poesía, tanto que aún está por nacer quien escriba mejor y más claro que ellos, que no necesitaron pergaminos ni tintas, porque su mensaje es la vida que está sembrada en todas partes y nos hace nacer dos veces: la primera, involuntariamente, de nuestra madre y la segunda, ya pudiendo elegir, del espíritu renovador y maestro de la conciencia que ya está en nosotros desde siempre en la inteligencia vital, como la llama Pigem.
Claro, que ese fenómeno es como el amor, solo lo puede descubrir quien lo vive y lo comparte. Lo demás es hablar de oídas. La ilusión de estar sin ser.
Feliz domingo a todas y a todos.
Lo peor es creer
que se tiene razón por haberla tenido
o esperar que la historia devane los relojes
Lo peor es creer
que se tiene razón por haberla tenido
o esperar que la historia devane los relojes
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