El fugitivo

Independentista o no,
admitirá conmigo que hay que reconocerle a Carles Puigdemont, el cesado
Govern y al soberanismo en general, haber derribado uno de los grandes
mitos de nuestra democracia: la justicia española no es lenta, cuando
quiere es muy rápida; tan rápida que, a este paso, acabarán llegando
antes los autos de encarcelamiento que las citaciones para acudir a
declarar.
Durante la última década, repleta de
escándalos, corrupción, sumarios y juicios sobre asuntos que han dejado
bajo mínimos la legitimidad de las instituciones y delitos que
cuestionan la limpieza y calidad de nuestra democracia, nos hemos
cansado de escuchar a unos y otros, jueces los primeros, explicarnos que
la Justicia es inevitablemente lenta, que nos estábamos cargando la
presunción de inocencia, que los procedimientos son procelosos para
garantizar mejor nuestros derechos, que los sumarios se eternizan porque
resulta muy difícil demostrar actividades delictivas tan complejas como
meterse la pasta en un sobre, que condenados como Rodrigo Rato no
debían entrar en la cárcel porque se trata de gente arraigada que no se
van a fugar, o que destrozar un ordenador a martillazos ni mucho menos
significaba que alguien estuviera destruyendo pruebas, sólo que era
contundente respecto a la protección de datos.
Hoy, gracias al independentismo catalán, hemos descubierto que la
Justicia española puede mostrarse fulgurante, que a nadie le importa la
dichosa presunción de inocencia, que tampoco hay que ponerse tan
quisquilloso con los procedimientos y qué mas da si la citación llegó
ayer o esta noche si se van a cansar de declarar, que delitos tan
complejos como la rebelión se prueban con las imágenes de los
telediarios, que el componente de violencia es relativo y discutible en
nuestro derecho penal, o que tu sueldo ahora conforma una razón para
mandarte a la prisión preventiva en vez de librarte de ella.
Queda claro que, cuando los fiscales y jueces españoles quieren, baten
plusmarcas de velocidad y contundencia. Por qué no acreditan los mismos
registros en otros momentos, otros delitos y otros imputados parece más
una cuestión de voluntad que de la supuesta inevitabilidad de la
lentitud de la Justicia, su falta de medios o la complejidad de las
tramas.
Aunque parezca
increíble, ni siquiera este mérito tan palmario se le reconoce al
President. Un repaso al relato dominante para explicarnos su European
Tour basta para confirmar la distancia sideral que existe entre la
percepción dominante entre los medios y la opinión pública fuera de
Catalunya y en Catalunya. Una vez más se prueba cómo parte de la crisis
deviene de la profunda desinformación sobre qué sucede realmente en
Catalunya, especialmente entre quienes analizan o toman decisiones desde
España.
Fuera de
Catalunya, Carles Puigdemont es retratado como un villano de opereta a
la fuga. Con esa hidalguía de folletín tan imperial se le trata como a
un infame de tragicomedia a quien se reta permanentemente a probar su
valor, su coraje, su hombría y su señorío. Para la mayoría de los
catalanes, incluidos muchos que ni le votan ni están de acuerdo con su
estrategia, aún es el último President de su Generalitat elegido por el
último Parlament al que pudieron votar. Seguramente les recuerda más al
mítico e inocente doctor Richard Kimble de El Fugitivo, que a otros en
larga tradición hispana de prófugos famosos pero nada heroicos, como
Francisco Paesa, Luis Roldán, el exdirector de la Guardia Civil o El
Solitario atracador.
Seis
de cada diez catalanes ni le culpan de rebelión, ni creen que él o sus
consellers deban estar en prisión. Lo cuenta una encuesta publicada el domingo 5 por la Vanguardia.
Seguramente para muchos de ellos, su marcha a Bélgica ha sido una
manera de preservar la institución que encarna frente a un 155
mayoritariamente rechazado, un recurso para mantener la atención pública
internacional y una estrategia de defensa procesal frente a un
perseguidor tan poderoso como el Estado Español. La política es como la
vida, si no se entienden las razones del otro el conflicto se vuelve
rutina, la convivencia se hace imposible y antes o después se acaba
pagando.
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Por fin. Una voz clara en la prensa que ha superado la equidistancia de las poses y del miedo partidista y neblinoso a no saber qué decir para contentar a todos menos a los pérfidos catalanes y sobrenadar cínicamente en un simulado y diferido "a por ellos oé", como árbitros del bien y del mal.
Qué alivio leer análisis como éste: desde la conciencia y no desde los maquillajes formales sin sustancia ética ni gota de empatía, imprescindible para no comportase como sociópatas teledirigidos. Gracias, Losada, por compartir lucidez.
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