Publicada 05/06/2016(Infolibre)
No hay ninguna obligación de escribir o de actuar para caer
simpático. La tarea, por ejemplo, de un intelectual tiene más que ver
con los usos de la conciencia crítica que con el deseo de levantar
aplausos. Pensar no es buscar unanimidades, sino asumir los incómodos
matices de la realidad. Se trata de no mentir, y a veces esta voluntad de la no mentira resulta menos simpática que la mentira o, incluso, que la verdad.
Quien no busca la simpatía acepta el riesgo de perder prestigio. Situar las discusiones en la inquietud, en los matices que interrumpen la prisa de la opinión tajante y las conclusiones fáciles, suele generar un efecto de animadversión. Opinar sin responder a un espacio prefijado supone quedar fuera de onda.
Tampoco es demasiado grave. Se puede vivir sin prestigio y sin caer simpático. Los aplausos son un postre del que se llega a prescindir sin demasiado dolor siempre que uno no busque un papel en la sociedad del espectáculo. Pero lo que resulta inaceptable es la conciencia de haber perdido la vergüenza delante de los demás. Y no sólo llegan a perderla las personas, sino también las instituciones, los países y sus fronteras.
Para quien no cree en las verdades esenciales, sino en la voluntad de no mentir, una comunidad es un proyecto de convivencia, un hacerse y deshacerse en la realidad cotidiana. El proyecto europeo no es que haya dejado de ser simpático o que haya derrochado su prestigio, es que ha perdido la vergüenza. La tragedia de los refugiados es una catástrofe para el sentimiento europeo, para la ilusión de los que querían heredar unos valores y construir de manera legítima un futuro compartido.
Más de 2.500 personas se han ahogado en las costas europeas en lo que va de año. Estas muertes no son un efecto de la guerra que expulsa a las familias de sus países, ni del hambre que obliga a la emigración. La amenaza de la guerra y del hambre sólo se resuelve en muerte cuando las condiciones de los países de acogida exponen a las víctimas al desamparo y la clandestinidad. El comportamiento vergonzoso de la Unión Europea es más responsable de los naufragios y las muertes que las supuestas causas originales.
Europa ha perdido la vergüenza a la hora de responder a una situación difícil. Su vileza es comparable a las corrupciones políticas de las mafias asesinas o a la desarticulación de los Estados que provocan las guerras del narcotráfico. Europa viola sus propias leyes, incumple con sus acuerdos internacionales y con el derecho de asilo, firma una subcontrata con un país inseguro y sin condiciones para solidaridad, deja a los seres humanos en el desamparo y mantiene un muro, o una alambrada, o una guillotina de olas, o un patíbulo legal para que la gente pierda la vida ante sus fronteras.
Y la vida continúa. Hablamos de política, celebramos elecciones, debatimos sobre el déficit, nos escandalizamos con la corrupción, jugamos al fútbol, pero tanto el recuerdo como el olvido lo tiñen todo de hipocresía. Perdemos la vergüenza porque nuestra legitimidad, nuestros valores y nuestro mundo político son una amarga, insidiosa, despiadada mentira ante la matanza europea del siglo XXI. La hipocresía tradicional llenaba las calles de mendigos y limosnas. La hipocresía actual llena las páginas de los medios de comunicación con fotos premiadas en las que aparecen niños ahogados o militantes de la solidaridad con bebés muertos en los brazos. Los mismos medios o instituciones que premian a magníficos fotoperiodistas son aquellos que sostienen a los gobiernos responsables de esta vergüenza. Una versión novedosa de la caridad. Es la caridad mediática.
Mirarse en el mar o mirarse en el espejo supone hoy un ejercicio peligroso para Europa. Los ojos ven crueldad, miedo, miseria, muerte. Pero las personas no pueden cerrar los ojos. No se trata ya de compadecer, imaginar el dolor ajeno y solidarizarse con los otros. Es una cuestión de principios, de solidaridad con nosotros mismos y con nuestra condición humana. No podemos aceptar la degradación íntima a la que nos está condenando el dolor de los refugiados sin amparo. Los niños muertos sostienen en sus brazos el cadáver de Europa.
Quien no busca la simpatía acepta el riesgo de perder prestigio. Situar las discusiones en la inquietud, en los matices que interrumpen la prisa de la opinión tajante y las conclusiones fáciles, suele generar un efecto de animadversión. Opinar sin responder a un espacio prefijado supone quedar fuera de onda.
Tampoco es demasiado grave. Se puede vivir sin prestigio y sin caer simpático. Los aplausos son un postre del que se llega a prescindir sin demasiado dolor siempre que uno no busque un papel en la sociedad del espectáculo. Pero lo que resulta inaceptable es la conciencia de haber perdido la vergüenza delante de los demás. Y no sólo llegan a perderla las personas, sino también las instituciones, los países y sus fronteras.
Para quien no cree en las verdades esenciales, sino en la voluntad de no mentir, una comunidad es un proyecto de convivencia, un hacerse y deshacerse en la realidad cotidiana. El proyecto europeo no es que haya dejado de ser simpático o que haya derrochado su prestigio, es que ha perdido la vergüenza. La tragedia de los refugiados es una catástrofe para el sentimiento europeo, para la ilusión de los que querían heredar unos valores y construir de manera legítima un futuro compartido.
Más de 2.500 personas se han ahogado en las costas europeas en lo que va de año. Estas muertes no son un efecto de la guerra que expulsa a las familias de sus países, ni del hambre que obliga a la emigración. La amenaza de la guerra y del hambre sólo se resuelve en muerte cuando las condiciones de los países de acogida exponen a las víctimas al desamparo y la clandestinidad. El comportamiento vergonzoso de la Unión Europea es más responsable de los naufragios y las muertes que las supuestas causas originales.
Europa ha perdido la vergüenza a la hora de responder a una situación difícil. Su vileza es comparable a las corrupciones políticas de las mafias asesinas o a la desarticulación de los Estados que provocan las guerras del narcotráfico. Europa viola sus propias leyes, incumple con sus acuerdos internacionales y con el derecho de asilo, firma una subcontrata con un país inseguro y sin condiciones para solidaridad, deja a los seres humanos en el desamparo y mantiene un muro, o una alambrada, o una guillotina de olas, o un patíbulo legal para que la gente pierda la vida ante sus fronteras.
Y la vida continúa. Hablamos de política, celebramos elecciones, debatimos sobre el déficit, nos escandalizamos con la corrupción, jugamos al fútbol, pero tanto el recuerdo como el olvido lo tiñen todo de hipocresía. Perdemos la vergüenza porque nuestra legitimidad, nuestros valores y nuestro mundo político son una amarga, insidiosa, despiadada mentira ante la matanza europea del siglo XXI. La hipocresía tradicional llenaba las calles de mendigos y limosnas. La hipocresía actual llena las páginas de los medios de comunicación con fotos premiadas en las que aparecen niños ahogados o militantes de la solidaridad con bebés muertos en los brazos. Los mismos medios o instituciones que premian a magníficos fotoperiodistas son aquellos que sostienen a los gobiernos responsables de esta vergüenza. Una versión novedosa de la caridad. Es la caridad mediática.
Mirarse en el mar o mirarse en el espejo supone hoy un ejercicio peligroso para Europa. Los ojos ven crueldad, miedo, miseria, muerte. Pero las personas no pueden cerrar los ojos. No se trata ya de compadecer, imaginar el dolor ajeno y solidarizarse con los otros. Es una cuestión de principios, de solidaridad con nosotros mismos y con nuestra condición humana. No podemos aceptar la degradación íntima a la que nos está condenando el dolor de los refugiados sin amparo. Los niños muertos sostienen en sus brazos el cadáver de Europa.
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Qué razón y qué conmoción hay en esas palabras del amigo Luis Gª Montero.Y qué oportunas son como denuncia de la frivolidad con que la rutina sabe arrinconar la evidencia del dolor y del desgarro de nuestros hermanos de humanidad teórica, víctimas de olvido e indiferencia práctica. Por esa vía del cinismo que denuncia nuestro querido poeta y maestro, se llega a la barbarie asumida como normalidad.
Hace años ganó el premio Pulitzer un fotógrafo norteamericano por un reportaje gráfico hecho en directo sobre la muerte de una niñita etíope, cuando aquel país estaba sufriendo una hambruna devastadora. El fotógrafo siguió plano a plano y con todo detalle la agonía y el desolador estado de la criatura abandonada a su suerte en medio de la nada, del absoluto olvido, hasta que su cuerpecito, ya exhausto, se desplomó a cámara lenta sobre la tierra seca; sin más.
El mundo entero se estremeció y escandalizó de igual manera por la ferocidad de las imágenes como por la actitud impasible del reportero que prefirió rodar el exterminio y convertirlo en noticia a intervenir para rescatar a un ser humano condenado a muerte por la indiferencia de todos, con el resultado del mérito profesional premiado, acompañado de una ganancia considerable. Según contó posteriormente, el fotógrafo había dudado entre intentar salvar a la niña que, según su criterio era imposible que sobreviviese, o si sería más útil filmar su sufrimiento y su muerte como testimonio de la realidad espantosa que afrontan los olvidados y abandonados en una pobreza y atrocidad inimaginables para el primer mundo que las provoca. Y así fue. Aquella imagen dio la vuelta al mundo y le revolvió las tripas y la conciencia hasta al mismo autor que se vio en su propio espejo. Al cabo de poco tiempo, el fotógrafo se suicidó.
El mundo entero se estremeció y escandalizó de igual manera por la ferocidad de las imágenes como por la actitud impasible del reportero que prefirió rodar el exterminio y convertirlo en noticia a intervenir para rescatar a un ser humano condenado a muerte por la indiferencia de todos, con el resultado del mérito profesional premiado, acompañado de una ganancia considerable. Según contó posteriormente, el fotógrafo había dudado entre intentar salvar a la niña que, según su criterio era imposible que sobreviviese, o si sería más útil filmar su sufrimiento y su muerte como testimonio de la realidad espantosa que afrontan los olvidados y abandonados en una pobreza y atrocidad inimaginables para el primer mundo que las provoca. Y así fue. Aquella imagen dio la vuelta al mundo y le revolvió las tripas y la conciencia hasta al mismo autor que se vio en su propio espejo. Al cabo de poco tiempo, el fotógrafo se suicidó.
Es posible que la inexplicable eurocrisis interna, de valores humanos, de ética y de decencia, de falta de compasión y lucidez, hasta colocarse voluntariamente en el patíbulo del FMI y de la avaricia yanky, esté siendo la autoinmolación y el desastroso final de una Europa que desde siempre ha vendido el alma al poder más sanguinario y rentable que produjeron la catástrofe de dos guerras mundiales en tres décadas, arrasando y contagiando con su ambición, sus invasiones, sus pactos negros y sus negocios sucios al resto del Planeta y pariendo un monstruo bicéfalo tan desalmado como ella: 1) las tiranías que alcanzaron la cima con el fascismo, el nazismo y el stalinismo del pasado siglo, y 2) el imperio USA que firmó el autógrafo de Hiroshima y Nagasaki para inaugurar el tiempo del terror atómico, de guerra fría como amenaza constante y negocio redondo en armamento "científico", a manos del que ahora está finiquitando como proyecto político y social. Matar al padre es un instinto bajo, pero muy eficaz para recibir herencias y ganar en asertividad y autonomía, según Freud y USA lo ha aplicado literalmente. En este caso, con una crisis-estafa provocada, sin más solución que un cambio que no se quiere hacer bajo ningún concepto; es el suicidio, por un lado inducido por la acción-reacción y por otro, programado y asegurado, por el inconsciente socio-político de un macro-estado exterminador de la soberanía social, que ensimismado en sus negocios especulativos, es capaz de asesinar friamente a millones de seres humanos a las puertas de su propia casa, a base de guerras de conveniencia y haciendo que los que huyen de las bombas, acaben ahogados por las mafias "providenciales", en esa fosa común en que han convertido el Mediterráneo, un mar en el que ya repugna bañarse, porque el agua, como en aquella plaga bíblica, se ha convertido en sangre de nuestra sangre.
Pero no creamos que Europa es peor que nosotros. Dentro de la compasión estrepitosa por las grandes desgracias, a veces, se camuflan y ningunean miserias, bajezas inconfesables que por ser propias se contemplan con benevolencia y absoluta tolerancia, pero que hacen la vida imposible al que tenemos al lado. Esas miserias no son compartimentos estancos, son el mismo tejido que nos repugna en los demás y que cínica y ciegamente cultivamos en nosotros, simplemente porque lo nuestro no lo vemos en el espejo del Otro. Por esa razón el corrupto solo ve cuando otro se corrompe, pero no identifica lo suyo como un mismo tejido corrupto, que tal vez se manifiesta de modo diverso, pero que participa de las mismas categorías indecentes, aunque el resultado sea de menor cuantía o menos visible. El chanchullo, el amiguismo, la hipersensibilidad particular, el desbordamiento egocéntrico que aplasta sin miramientos, juzga y desbarra sin más base que la subjetividad, creando conflictos sin razón. Las dobles morales que cumplen la ley del embudo. En definitiva la inmadurez de nuestro ego; el tirano más inmisericorde que existe, porque no nos deja crecer por dentro, nos atonta con las emociones y los deseos que nunca pasan a ennoblecerse como sentimientos y nos encadenan por fuera al capricho de sus elucubraciones y manías.
Todas nuestras pequeñas, pero letales basuras forman parte de ese estercolero infinito que tanto nos desespera cuando lo vemos o lo sufrimos, y que sin la aportación de nuestras "pequeñas miserias" no sería tan descomunal y degradante, entre otras cosas, porque si la base social es lúcida, de ella nunca saldrán gobernantes éticamente deformes y monstruosos por su necedad, su incompetencia prepotente, su ambición, su soberbia y su maldad refinada. Un cuerpo social no enferma de este modo si sus células están sanas y libres de miasmas tan cutres y repulsivos.
Para poder acabar con este disparate, nuestro trabajo tiene que ser de doble acción: comprometido con nuestra familia universal como lo hacemos con la consanguínea y ,al mismo tiempo, riguroso, objetivo y honesto con nosotros mismos, para no perdernos en el marasmo de la especulación teórica. Sin consentir que las aberraciones de fuera nos priven de analizar con coherencia las trampas que nos tendemos a nosotros mismos con el auto-engaño, según nos sople el viento de los humores y las apariencias. Juzgar sin saber o creer que uno sabe todo de los demás sin conocerles, no nos ayuda a crecer y nos empobrece a base de tópicos y prejuicios superficiales. Seguramente es la misma actitud que tuvo aquel fotógrafo al dar por perdida de antemano la vida de la niña etíope y al preferir dar la noticia de una atrocidad dejándola morir, para poder, así, dar testimonio directo de un crimen de lesa humanidad, en el que él mismo participó, con la mejor intención, que ponía por delante de la posibilidad de salvar una vida, el rigor del oficio informativo. Hannah Arendt nos recuerda a lo que puede llegar la banalidad del mal si no la cortamos en seco dentro de nosotros mismos cuando hace acto de presencia.
Miguel de la Quadra, el periodista que ha muerto hace poco, dejó su oficio de reportero de guerra, porque se dio cuenta de que había que elegir constantemente entre informar o ayudar a que se salvaran las personas y que la visión constante de la violencia y la crueldad, acaba por endurecer el corazón de los cronistas. Por eso eligió el periodismo didáctico a través de la aventura compartida por rutas de la historia en el presente. Si las noticias del horror no nos llevan a la ayuda lo más directa posible y nos hacen peores personas en nuestro minimundo de fijaciones obsesivas, tal vez deberíamos, con más frecuencia, apagar la tele y la radio, dejar de usar el ordenador como fuente de sobresaltos y, si es posible, leer en libros de papel a los sabios prácticos que son los verdaderos filósofos, los poetas de la conciencia, descansar un poco de tanto estímulo arrollador y ocuparnos de los que tenemos al lado con más amor, detalles prácticos y ternura. Así, podremos descubrir que lo que hacemos en nuestro microcosmos cotidiano repercute indudablemente en lo global con más eficacia que si utilizamos lo global como evasión y escapatoria irresponsable de lo inmediato. Una tentación a portata di mano
Evitar en lo posible que lo colectivo no nos sirva de coartada para ser ángeles en la plaza y demonios insensatos en casa. La Europa que ha perdido la vergüenza no es así solo por los que la gobiernan, también lo es porque la base psico-emocional mayoritaria está enferma de sí misma y tan numerosa que no se distingue de la normalidad, es la que produce Rajoys, Berluconis, GALes, Manos Limpias, Gürteles, Ritas, Idomenis, naufragios, Cotinos, Púnicas o EREs, puertas giratorias, fondos buitre, malos tratos domésticos y no solo físicos, sino también psíquicos y emotivos, enchufes en las oposiciones, en los cargos oficiales, en las contratas de empresas o en los concursos públicos y hasta en los certámenes literarios ya amañados antes de leer a los autores, la misma actitud que condena la violencia de los contrincantes pero defiende y justifica a sus violentos cuando linchan a alguien o destrozan lo que les molesta o no les gusta.
Mundus maior, mundus minor. Como es arriba es abajo. Y si no espabilamos, como es a la derecha puede ser a la izquierda, que nadie está a salvo de caer en el mismo cepo miserable, ni es superior a los demás ni ha nacido con certificado de decencia original. Ni una ideología maravillosa, modélica en unos pocos, puede garantizar la decencia y la honorabilidad en todos sus adeptos si ya dan por hecho que pertenecer a un club decente les rescata de sus personales inclinaciones indecentes, como sucede con los practicantes de cualquier religión, que no maduran porque la pertenencia les hace creer que con estar apuntados al club ya están a salvo de sí mismos.
Hay algo infalible: un peral no da calabacines y una alcachofera no da ciruelas. Por los frutos y su alimento, más que por la apariencia se valora al árbol. Una Europa civilizada, culta, o sea, cultivada, sana y ética, que por fin hubiese aprendido las terribles lecciones de su propia historia, jamás estaría en tales tesituras. Parafraseando a Anguita, nos hace falta, conciencia, conciencia y conciencia, y trabajo, trabajo y trabajo. Pero no solo en lo que se ve, también y con la misma persistencia y cuidado, en esas zonas internas que nadie conoce de nosotros, pero que son la raíz de lo que luego, quieras que no, se acaba viendo, disfrutando o padeciendo, personal y colectivamente. O no se ve porque no hay nada que rascar debajo de la fanfarria. Que también el vacío nihilista del cenutrio cognitivo es una respuesta de lo más frecuente.
No hay mayor desgracia que el gobierno de los tontos que se creen el colmo de la sensatez. A las pruebas me remito, en Europa, en USA y, desde luego, especialmente, zopencos cum laude marca-españa. Y olé.
Mundus maior, mundus minor. Como es arriba es abajo. Y si no espabilamos, como es a la derecha puede ser a la izquierda, que nadie está a salvo de caer en el mismo cepo miserable, ni es superior a los demás ni ha nacido con certificado de decencia original. Ni una ideología maravillosa, modélica en unos pocos, puede garantizar la decencia y la honorabilidad en todos sus adeptos si ya dan por hecho que pertenecer a un club decente les rescata de sus personales inclinaciones indecentes, como sucede con los practicantes de cualquier religión, que no maduran porque la pertenencia les hace creer que con estar apuntados al club ya están a salvo de sí mismos.
Hay algo infalible: un peral no da calabacines y una alcachofera no da ciruelas. Por los frutos y su alimento, más que por la apariencia se valora al árbol. Una Europa civilizada, culta, o sea, cultivada, sana y ética, que por fin hubiese aprendido las terribles lecciones de su propia historia, jamás estaría en tales tesituras. Parafraseando a Anguita, nos hace falta, conciencia, conciencia y conciencia, y trabajo, trabajo y trabajo. Pero no solo en lo que se ve, también y con la misma persistencia y cuidado, en esas zonas internas que nadie conoce de nosotros, pero que son la raíz de lo que luego, quieras que no, se acaba viendo, disfrutando o padeciendo, personal y colectivamente. O no se ve porque no hay nada que rascar debajo de la fanfarria. Que también el vacío nihilista del cenutrio cognitivo es una respuesta de lo más frecuente.
No hay mayor desgracia que el gobierno de los tontos que se creen el colmo de la sensatez. A las pruebas me remito, en Europa, en USA y, desde luego, especialmente, zopencos cum laude marca-españa. Y olé.
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