domingo, 5 de julio de 2015

Carrer Llibertat




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El tiempo me confirma la sospecha
de que ya no me quedan soledades,
de qué sólo perdura en lo más hondo
el gozo sin palabras de otro estado,
tal vez lo reconozco en esta nueva pista:
la soledad entera y sin fisuras;
esa larga caricia a la medida,
su cadencia marina, perfumada de sal
que no puede medirse
ni siquiera en los versos de piel irregular
con los sueños al fondo.

He instalado la tienda en la llanura
fija en el horizonte
y mi dolor ya es uno con el dolor del mundo
y mi gozo es la tierra cuando el agua desciende
de los cielos como un llanto
y se convierte en savia, en liquen, en raíces
y en respuesta,
en cuerpos que se cruzan en busca de sí mismos
como hojas fluctuantes
huyendo de ese encuentro tan siempre ineludible
mosaico irregular hecho de micro soledades
pero que nunca son la soledad desnuda,
emancipada, viva y fundamental,
sin la que es imposible ser nosotros .

Tengo en las manos, igual que un ceramista,
esta masa inicial
que pude rescatar de los escombros
mientras se derrumbaban las viejas catedrales
y aplastaban el triste confluir de callejuelas.
Tierra, polvo de cal, cascotes y cemento
mezclados con el llanto de los abandonados,
aquellos que pedían entre el atrio y las puertas
en las misas de doce.
Faltaba la nobleza de la piedra.
Resultó que tampoco los canteros
trabajaron en serio los sillares.
Por eso se cayó la construcción.
Y por eso las ruinas
reclaman hoy su turno de palabra,
el derecho a ejercer la soledad
que engendre nuevamente ese nosotros
desesperadamente necesario,
que comparte la tienda y la llanura,
las penas, el orgullo y la alegría,
sin que se necesiten catedrales
ni piedra artificial con que engañarlas.

La dulce soledad liberadora
lejos de la ilusión y sus fantasmas ,
lejos del tomaydaca y los manejos
de ese mando a distancia sibilino
que todo lo confunde y lo enmaraña,
que hasta esconde las gafas y enturbia la visión
a su capricho para engañar al ego;
sin embargo, nos queda lo mejor en el oasis:
la soledad bendita soledad 
que nos madura y nos rejuvenece,
antídoto feliz e intransferible
que nos hace posibles en el Otro. 


 

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