Noche de reyes
¿Quiénes han traído esos regalos que mañana encontrarás junto a los zapatos?
-Vaya nochecita, joder.
Hora y pico atrapado en un atasco. Yo no sé qué hace la gente que no
está ya en su casa, ¡que es la noche de reyes, hostia! ¡A la cama
tempranito todo el mundo!
Así entró el Negro en el
bar, a voces. Echó un vistazo por el local, y reconoció al fondo de la
barra a sus dos compañeros: el Barbas y el Viejo. Se dieron abrazos
ruidosos, y pidieron tres tercios.
-Pero, ¿has terminado de repartir o no? –le preguntó el Viejo.
-Qué va, todavía tengo unos cuantos regalitos por entregar, pero he hecho una parada técnica, que sabía que os encontraría aquí.
-Pues ten cuidado con esto, capullo –avisó el Barbas mostrando la botella–; no te vayan a hacer un control.
-¡Qué
control ni qué niño muerto! –rió el Negro–. No me he cruzado ni un
coche patrulla, esos ya están en sus casas poniendo los zapatitos en el
salón. Los únicos pringaos que seguimos currando a estas horas somos
nosotros tres, como siempre. Los putos reyes de la noche.
-¿Y el Gordo, no le toca hoy repartir? –preguntó el Viejo, y le contestó el Barbas:
-El Gordo está jodido, se agarró una lumbalgia en Nochebuena, de cargar como un burro.
Los
tres bebieron a la vez de sus cervezas, unos segundos de silencio, un
ángel que cruzó el local e hizo callar al resto de clientes, los
habituales a esas horas y en ese bar cercano a la estación de tren:
trabajadores de servicios municipales en turno de noche que tomaban un
café antes de entrar, jóvenes que buscaban bebida barata o algo para
comer a cualquier hora del día o la noche, vecinos solitarios que allí
encontraban compañía en otros solitarios, gente pintoresca o sospechosa
que merodea siempre alrededor de las estaciones. Pero esa noche había
más mesas vacías que de costumbre. "Otro que se marcha a poner los
zapatitos", reía el Negro cada vez que alguien se despedía, y le
gritaba: "¡No te olvides de poner turrón y unas copitas de anís!"
-Estoy
hasta los huevos de navidades –dijo por fin el Barbas–. Lo de hoy es el
remate. No damos abasto, cada año hay que repartir más regalos. Y la
puta cabalgata me mata, la ciudad entera atascada con carrozas de Frozen
o del Corte Inglés.
-A mí me ha caído una buena
bronca –contó el Viejo–. Entregué un paquete donde no era, y no veas
cómo se puso el padrecito de familia cuando lo abrió y vio que no era lo
que había pedido. La culpa no ha sido mía, estaba mal la dirección,
pero la bronca me la he comido yo, para variar.
-Son
los del almacén –explicó el Negro–, pero tampoco se les puede culpar,
que están desbordados. Yo creo que van a montar otra huelga pronto,
porque así no se puede trabajar.
-¿Y con los perros,
qué hacemos? –preguntó el Barbas–. Yo estoy harto de llegar a un adosado
y que me salga un bicharraco ladrando. Al Gordo le mordió uno el otro
día, cuando entraba en un casoplón de una urbanización. Le he dicho mil
veces que lleve encima un spray de esos para defenderse.
-¡Que se lo pida a los reyes! –dijo el Viejo, y rieron los tres.
-Lo
que no le pase al Gordo –rió el Negro–. También le levantaron varios
paquetes, en la misma Nochebuena. Le siguieron y, mientras subía a un
piso para dejar un regalo, le abrieron el vehículo, rajaron varias cajas
para seleccionar lo de más valor, y a correr con el botín. Ahora tiene
que pelearse con el seguro.
Otro sorbo simultáneo a
las cervezas, otro silencio. El Barbas fue al baño, el Viejo le hizo a
la camarera el truco de los palillos, y el Negro salió a la calle a
echar un vistazo, no fuera que a él también le levantaran la carga.
-¿Sabéis cuál es el regalo de moda este año? –preguntó el Barbas, ya los tres reunidos.
-Esa es fácil –rió el Viejo–. El chisme ese del clítoris. Yo no sé cuántos he repartido.
-Acabarán
en un cajón –sentenció el Negro–, como los libros electrónicos o las
pulseras de actividad de hace unos años. La gente pide por pedir, porque
ya tienen de todo.
-Tú déjales que pidan, que así tenemos trabajo.
-¿Y vosotros qué le habéis pedido a los reyes?
El Barbas dijo que unas vacaciones. Eso sí, pagadas. Con una semana se conformaba.
El Viejo cogió una servilleta de papel e hizo el teatrillo de leer su carta, con voz de gordopilo: "Queridos reyes magos, este año he sido un niño bueno, me he portado bien, he trabajado como una bestia, así que traedme cosas bonitas: un móvil nuevo, un vino rico, unas entradas para el Madrid, un satisfyer de esos pero para hombre, una subida de tarifas, un plus por repartir en festivos, una bonificación en la cuota de autónomo, terminar de pagar el camión…"
El Viejo cogió una servilleta de papel e hizo el teatrillo de leer su carta, con voz de gordopilo: "Queridos reyes magos, este año he sido un niño bueno, me he portado bien, he trabajado como una bestia, así que traedme cosas bonitas: un móvil nuevo, un vino rico, unas entradas para el Madrid, un satisfyer de esos pero para hombre, una subida de tarifas, un plus por repartir en festivos, una bonificación en la cuota de autónomo, terminar de pagar el camión…"
Rieron los
tres amigos, viejos compañeros, más de quince años tomando tercios en
ese bar al final del día, desde los tiempos en que eran transportistas
de la misma distribuidora, y ya entonces se llamaban por sus motes: el
Negro, que ni él mismo sabe de dónde le viene, pero todo el mundo lo
conoce así; el Barbas, que sí lleva una larga barba desflecada de chivo;
y el Viejo, que es el más joven de los tres pero tiene todo el pelo
cano.
-¿Y tú, Negro, qué has pedido a los reyes?
-¿Yo? Una capa de visibilidad.
-Querrás
decir de invisibilidad. Mi niño tiene una de esas, como la de Harry
Potter. Te la pones, instalas una aplicación en el móvil, y no sales en
las fotos.
-No, no, yo quiero una capa de visibilidad,
para que me vean. Que parece que no existimos, hostias. Somos los que
movemos este país, todo el día llevando y trayendo paquetes, pedidos de
internet, comidas a domicilio, medicamentos, la compra del súper cuando
el súper está cerrado, entregas urgentes, cosas imprescindibles y
caprichitos, piezas para que un taller no pare y suministros de última
hora, el producto que se agotó en la tienda, la ropa para que te la
pruebes y luego la devuelvas, el último teléfono nada más salir de
fábrica, ramos de flores para tu enamorada, hielo y tabaco para tu
fiesta de madrugada… Unos con la furgoneta, otros con la moto o la bici,
algunos a patita. Pero solo nos ven para echarnos la bronca si llegamos
tarde o aparcamos en doble fila. ¡Una capa de visibilidad para que me
vean, que parece que las cosas llegan solas o las reparten drones!
El Negro iba subiendo la voz, todo el bar pendiente de sus palabras:
-Y
cuando llegan estas fiestas entrañables, ¿quién se deja los cuernos
para que la mañana del día seis todos los putos zapatitos estén llenos
de regalitos? Nosotros, claro. Cuando veo a un niño listillo que dice
que ya se ha enterado del secreto, que ya sabe quiénes son los
reyes magos, me entran ganas de decirle: "¿Los reyes? ¿Tú sabes quiénes
son los reyes, criatura? Tus padres seguro que no son, ya te lo digo yo,
que lo único que han hecho es sentarse un rato en el ordenador, entrar
en la tienda online, buscar la videoconsola o la equipación de fútbol
que te hayas pedido, y hacer clic para pagar con la tarjeta. Y a partir
de ahí, tu videoconsola saldrá del almacén y cruzará medio país o medio
planeta en camiones, trenes o barcos, de centro logístico en centro
logístico, hasta que llegue al almacén de tu ciudad, y nos tocará a
nosotros encajarla en un palé con los regalos de otros niños como tú, y
llevarlo en el camión, en la furgo, algunos en el coche particular, o
andando con un carrito o una gran mochila a la espalda, currar diez o
doce horas seguidas, comernos todos los atascos, arriesgar accidentes
para cumplir los plazos de entrega, confiar que haya alguien en casa,
entregarle a papá el regalito y todavía nos pondrá mala cara si nos
retrasamos, y ahí te lo vas a encontrar por la mañana en los zapatos:
¡chachán! ¿Los reyes son Melchor, Gaspar y Baltasar? ¿Los reyes son los
padres? ¡Los cojones! ¡Los reyes somos nosotros! ¡Tus reyes soy yo!"
El
bar entero, o los diez o doce que todavía no se habían marchado,
aplaudieron las palabras del Negro, hasta que se abrió la puerta y entró
un tipo con cara de mala hostia:
-¿De quién es la
furgoneta esa en doble fila? Joder, llevo una hora pitando. El que sea,
que la quite, que quiero salir y largarme a casa. ¡Que van a llegar los
reyes y me van a pillar despierto!
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