¿Quién era Franco?
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En los primeros años sesenta me enteré de quién era Franco. Apenas tenía doce años y, desde la ventana del piso en el que vivía en A Coruña, vi cómo circulaba por la carretera un convoy de coches negros, precedidos por motoristas, en el que iba un enorme vehículo, y escuché a mi madre decir: “Ahí va Franco”.
Era aquel individuo cuya efigie estaba en las monedas, en los sellos de correos y colgaba de la pared, sobre la pizarra de la clase, junto al crucifijo y a la estatuilla de la Virgen María.
Era quien, según me contó mi abuela, había mandado fusilar a mi abuelo Antonio y a miles de abuelos que nunca llegarían a serlo.
Era el hombre regordete, vestido de blanco, que los chiquillos veíamos de lejos cuando subía al yate “Azor”, entre marinos que presentaban armas y oficiales de gorra de plato que le saludaban firmes y quietos como estatuas. Atracado al lado de su barco siempre se encontraba un destructor, normalmente el “Hernán Cortés”, y alucinábamos al ver a los buceadores que se sumergían en las oscuras aguas del puerto para vigilar su fondo.
Cuando unos hombres con gabardina llamaban a nuestra puerta y a todas las puertas de todas las casas que daban a la carretera de entrada a la ciudad, y se levantaban la solapa para mostrar la placa policial, decían: “Va a venir Franco a veranear”. Luego comprobaban unos papeles que mis padres les enseñaban y se iban a otra casa.
Era también el que iba a pescar salmones aguas arriba del río Eume, donde, tal como decía “el parte” de Radio Nacional y mostraba el Telediario, posaba con un ridículo sombrero tirolés ante los peces capturados, igual que hacía con jabalíes, ciervos y perdices cuando iba de caza.
En aquellos días de verano de 1963, Franco era el que veíamos en las portadas de “Arriba”, “Pueblo”, “ABC” o “El Alcázar”, que colgaban en los quioscos. Salía con su mujer, Carmen Polo, a la que todo el mundo conocía por “La Collares”, rodeado de sus familiares en el Pazo de Meirás. Seguramente poco después de haber firmado, a la hora del café como era su costumbre, el “enterado” de las penas de muerte a garrote vil impuestas a los anarquistas Delgado y Granados, quienes, acusados de dos atentados sin víctimas, habían sido detenidos, torturados, juzgados y ejecutados en diecinueve días. De la misma manera en que, tras un juicio como todos sin garantías, había firmado en abril el fusilamiento del dirigente comunista Julián Grimau.
Lo escuchábamos en la Pirenaica, que mi padre y mi madre ponían por las noches —cuando su trabajo se lo permitía— muy bajito, para que nadie lo oyera, aunque sabíamos que otros vecinos también la conectaban diariamente en la onda corta. Entre ruidos, que a mí me sonaban a frituras y con un sonido que iba y venía, lograban mis padres —y yo de paso— enterarse de lo que ocurría de verdad.
Por esa misma Radio España Independiente, supimos los niños que, en 1962, hubo una “Huelgona”, o sea, una gran huelga que, desde los mineros asturianos y leoneses, se había extendido a toda España. Nos enteramos de que habían conseguido arrancar mejoras, pero que habían sufrido una dura represión, con torturas, cárcel y deportación de cientos de trabajadores.
Franco era un militar que, en los primeros días de su golpe de Estado, había mandado matar primero a sus compañeros de armas leales al gobierno legítimo. El mismo que vimos en el NO-DO entrar bajo palio en la abadía de Montserrat y en El Escorial, rodeado de todos los obispos.
Yo era niño, pero me enteré de quién era Franco: el traidor y asesino que mandaba en España.


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