En el idílico y resplandeciente país de X —donde los desayunos se
sirven con tres tipos de aguacate y la policía fiscal viste de Prada—
vivía la familia Del Prado del Montequinto y Algo Más. Eran el epítome
de la perfección social: mansión con columnas dóricas, coches tan
grandes que tenían matrícula propia para el capó, y un árbol genealógico
tan pulido que lo regaban con champagne rosado.
Don Patricio y Doña Marisa, ya ancianos pero vigorosos como yogures
con probióticos, habían convocado a su descendencia para una cena
familiar. Sus dos hijos, Ignacio y Mariana, llegaron puntuales con sus
respectivas familias, niños hiperactivos, niñeras discretas y regalos
caros. Todo eran sonrisas, postín y conversaciones sobre fondos
indexados, hasta que, sin invitación y con olor a gasolina, apareció
Tito Eustaquio.
Nadie recordaba muy bien cómo se emparentaban con Tito, pero alguien
dijo "primo segundo por parte de tía Leandra la de los conejos" y eso
fue suficiente para dejarlo pasar... por ahora.
Tito tenía la textura de un zapato viejo, una camiseta de AC/DC
versión fosilizada y un aliento que podía matar helechos. Le ofrecieron
una cerveza sin gluten esperando que se fuera después del primer eructo.
No funcionó.
Justo entonces, la televisión —ese oráculo moderno que nunca miente— anunció con voz dramática:
“¡Alerta! Una plaga de caimanes ha emergido de las alcantarillas. No salgan de sus casas. Repetimos: no salgan de sus casas”.
La mansión se atrincheró. Las puertas se cerraron, las ventanas se
sellaron con cinta americana de diseñador y, sin saberlo, olvidaron
poner el símbolo de protección contra el ángel exterminador en el marco
de la puerta. Un pequeño detalle, cómo olvidar poner sal en una sopa...
de ácido clorhídrico.
El fin de semana prometía ser largo. Y fue entonces cuando surgieron
las verdaderas amenazas: el resentimiento social y las finanzas.
Durante una partida de Risk que degeneró en debate bursátil, se supo
que todos en la familia habían perdido fortunas en la bolsa. Todos...
menos Tito.
—Yo guardo mis billetes debajo del
colchón, al lado del serrucho y de una lata de melocotones del '97 —dijo
con media sonrisa y olor a whisky barato.
Descubrieron que Tito vivía de alquiler con contrato antiguo y
trabajaba de camionero nocturno. Mariana, horrorizada, comentó que eso
era casi medieval.
—¿Y sin diversificar activos? —gimió Ignacio, agarrando su copa de vino como un crucifijo.
Esa misma noche, algo entró en la casa. No fue Tito (él ya estaba
dentro comiendo galletas sin permiso). Fue el ángel exterminador.
Nadie lo vio, pero se sintió: ansiedad difusa, suspiros largos,
miradas evitadas. Las habitaciones, una a una, comenzaron a tragarse a
los ocupantes. Cada miembro de la familia se encerró en su cuarto,
alegando "cansancio", "meditación", o "ya basta de escuchar a Tito
hablar del poder del vinagre para desinfectar el alma".
La fiebre atacó primero a los primogénitos. Un niño de cada pareja.
Tenían los ojos vidriosos, la frente ardiendo y un vago olor a plástico
derretido. Los padres, atrapados en su mundo de protocolos y miedo al
caimán, decidieron esperar. “Ya mañana llamamos al médico. Total, ¿qué
puede pasar en una noche?”
Pasó que la fiebre subió. Y con ella, la desesperación.
Llamaron finalmente al médico, que recetó antibióticos comunes que ya tenían en casa. Pero no funcionaron.
“La bacteria ha desarrollado resistencia.
Es común por el abuso de antibióticos en casos leves —explicó el doctor
por videollamada, mientras jugaba con un cubo Rubik—. Su sistema inmune
no responde. Han vivido tan protegidos que ahora no saben qué hacer ante
lo real.”
Todos asintieron en silencio.
Sí: estaban desarmados ante el ángel exterminador, y no por falta de
medios, sino por una vida entera de sobreprotección emocional y
aislamiento del sufrimiento. Siempre habían tenido algo que los cuidaba:
asistentes, seguros, coaches de vida, el algoritmo. Pero nada los
preparó para el miedo sin manual.
Fue entonces cuando Tito se levantó del sofá, eructó con solemnidad y
salió al patio. Tomó un bote de pintura roja olvidado junto al
cortacésped. Se acercó al marco de la puerta principal y, sin decir
nada, dibujó un símbolo antiguo que había visto una vez en un camión
estacionado frente a una iglesia evangélica.
Después, se acercó a los niños.
—Yo he tenido infecciones peores. Una vez por un tatuaje mal hecho de Bob Marley —dijo mientras rebuscaba en su mochila.
Sacó otro antibiótico, de una familia distinta, que usaba cuando
tenía infecciones de garganta cada invierno. Lo administró con
naturalidad de quien nunca tuvo seguro médico.
Milagrosamente, funcionó.
El ángel exterminador, al ver el símbolo rojo y notar la disolución
del conflicto, salió de la casa en silencio. La ansiedad se esfumó como
un perfume caro en una boda de pueblo.
De repente, nadie estaba enfadado. Mariana abrazó a Tito. Ignacio le
ofreció una ducha y un café. Los niños se sentaron en el salón a ver
dibujos. Don Patricio y Doña Marisa respiraron en paz.
Tito salió por la puerta y vio la calle despejada.
No había caimanes.
No había peligro.
Solo silencio. Y, quizá, un leve olor a pintura fresca y reconciliación.
—Voy a comprar otra cerveza —murmuró Tito, con su andar torcido pero digno.
Y esta vez, nadie intentó impedirlo.