¿Para qué sirven los Comités de Ética?
Las cuestiones éticas y los dilemas morales no se resuelven solo con manuales de buenas prácticas o códigos deontológicos.
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La jurisprudencia requiere de codificaciones diversas y de una casuística que recuerde ciertos precedentes homologables. El derecho custodia unos códigos que deben aplicarse hasta verse cabalmente revisados, porque de lo contrario se generaría una enorme incertidumbre jurídica y una insalvable desconfianza contractual. Pero a la ética le compete más bien explorar las lindes del derecho, con el fin de tender a restringirlas o ampliarlas. En su diálogo con Ernesto Garzón Valdés, Javier Muguerza nos habla de los límites del coto vedado. Los derechos humanos existen por aquellos pioneros que decidieron colonizar los dominios de las legislaciones vigentes, haciendo ver que su aplicación pudiera dar lugar a disfunciones e injusticias.
No se trata de validar la insumisión sin más, porque no todo vale. Pero tampoco cabe consagrar la obediencia debida bajo cualesquiera circunstancias. Uno de los ejemplos más clamorosos lo tenemos en Adolf Eichmann, al rehuir su neta responsabilidad en la logística del Holocausto pretextando cumplir con las órdenes recibidas, dando pie a lo que Arendt denominó la banalización del mal. Sin embargo, en muy otra proporción e intensidad asistimos cotidianamente al expediente de refugiarse tras ese mismo recurso. Las alegaciones y argumentos mejor fundados acaban estrellándose contra el impenetrable muro kafkiano de unos protocolos que deben revisarse periódicamente, además de verse constantemente supervisados, justamente para evitar que su aplicación automática desatienda buenas razones de índole moral.
Planteamientos que parecen fuera de lugar acaban asumiéndose gracias al empeño y la constancia de ciertos discrepantes bien dispuestos a bregar con las consecuencias. Es lo que Muguerza llamó el imperativo de la disidencia. Siempre cabe no secundar cuanto sea considerado como algo injusto por nuestra conciencia moral, aunque suponga hacerle un feo al (micro)poder de turno y arriesgarse a ser sancionado por ello. Al margen de su ámbito, las comisiones de ética tienen encomendada una misión muy ardua, si quieren hacer honor a su nombre y no se limitan a cotejar epígrafes del manual de instrucciones. No pueden ponerse de perfil e invocar una normativa genérica, porque cada caso es un mundo y a la ética le corresponde aplicar lo genérico al caso particular. De lo contrario, su papel sería idéntico al de una magistratura jurídica y no se justificaría su existencia, porque sus integrantes podrían verse sustituidos por aplicaciones informáticas y algoritmos pre-preprogramados.
Los conflictos éticos nunca son fáciles y requieren de lo que Victoria Camps llamó hace mucho tiempo imaginación ética. Ni siquiera Kant, cuyo tricentenario celebramos, entendía que hubiese un imperativo categórico ajeno a nuestro discernimiento. Le corresponde al juicio reflexionante declinar las distintas formulaciones del deber ético y aplicarlas en cada caso particular, valiendo eso si para cualquiera en cualquier circunstancia, es decir, con pretensiones de valide universal. El órgano colegiado que constituye una comisión ética requiere verse compuesto por gente muy acreditada y con criterio propio. Echar balones fuera desvirtuaría su naturaleza, sobre todo en unos tiempos que tanto precisan de una ética genuina y no del simulacro que pretende suplantarla con sucedáneos de tres al cuarto para rentabilizar su prestigio.
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