Los efectos benéficos propios y ajenos de la generosidad
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“Amar a los demás como a uno mismo”, dicen que dijo el protagonista de los evangelios cristianos. En realidad el aserto tiene más miga de lo que parece y nos hace pensar a los laicos de pura cepa. Por aplicar el método de Rousseau y fundamentar parte de lo que voy a decir en mi propia trayectoria vital, le confesaré que soy muy reactivo. Quiero decir que soy extremadamente amable con quien lo es conmigo y, bien al contrario, procuro emular la hosquedad con que soy agraciado. Entendía que no había nada más natural. Sin embargo, pese a mi provecta edad o acaso por esa misma condición, tiendo a mudar de parecer. Por supuesto hay que replicar la gentileza. Faltaría más. Pero quizá también convenga derrocharla con quien aparentemente no la merece.
Para empezar porque nadie merece ser maltratado ni siquiera con baja intensidad. Pero también puede resultar muy beneficioso para todas las partes. En lugar de alentar la confrontación, se pone sobre la mesa otro modelo en las relaciones humanas que podría surtir efectos pedagógicos. Además, mientras tanto, puede contribuir a desarmar el enojo ajeno en lugar de incrementarlo. Unas dosis de ironía pueden facilitarnos este comportamiento, siempre que no incurramos en el sarcasmo y demos con ello un giro que nos devuelve al punto de partida. Mostrarse amable también con quienes no practican los buenos modales podría tener muchas ventajas.
Responder a un tono descortés con otro de parecido tenor solo conseguirá entablar un duelo dialéctico estéril que impedirá la comunicación
El secreto sería intente comprender al otro. Suponer que sus circunstancias le hacen comportarse con agresividad. Puede tener problemas en el ámbito laboral o doméstico. Acumular una racha de mala suerte o haberse levantado con mal pie desde por la mañana temprano. De algún modo la paga contigo inconscientemente para drenar su ansiedad, un mecanismo psicológico de lo más elemental. Responder a un tono descortés con otro de parecido tenor, solo conseguirá entablar un duelo dialéctico estéril que impedirá la comunicación. Nadie puede ganar absolutamente nada con esa espiral de acción y reacción. La polarización política y social nos lo demuestra cada día.
En cambio, esgrimir afabilidad puede contribuir a desactivar el conflicto, limando asperezas y evitando caldear el ambiente. Da igual que se recoja o no el guante para evitar el duelo dialéctico a capa y espada. Seguramente uno se sienta mejor en cualquier caso, al evitar el corrosivo resquemor que nos produce una situación hosca. El primer beneficiario de la propia generosidad es uno mismo. Tiene su propia recompensa inmediata. Kant recomienda velar por la felicidad ajena y la perfección propia, por la sencilla razón de que solemos comportarnos justamente al revés. Nos mostramos implacables con los demás e indulgentes de puertas adentro. Portarse bien, como sostenía el ateo Diderot nos viene a sentar mucho mejor.
Estar contento con uno mismo da mucha tranquilidad. El desasosiego es lo que nos induce a repartir mandobles en lugar de sonrisas. Tampoco es cuestión de poner la otra mejilla, sino de que no dar pie a las bofetadas, poniendo las condiciones de posibilidad que desactiven la hostilidad gratuita. Recrearnos con pequeñas venganzas que pongan las cosas en su sitio y hagan imperar la justicia, nos perjudica notablemente al socavar nuestra serenidad. Hay que olvidar las ofensas, tal como nos gustaría ver olvidadas las nuestras. Perdonar es un acto de suma valentía y la generosidad supone un bálsamo para nuestro ánimo.
Esa ley del talión que aplicamos cotidianamente a pequeña escala enrarece y hace irrespirable nuestro ambiente social
Esa ley del talión que aplicamos cotidianamente a pequeña escala enrarece y hace irrespirable nuestro ambiente social, a la par que corroe nuestro buen ánimo y arruina el sentirnos alegres. Nos encontramos ante una de las muchas facetas del Dilema del Prisionero. Cooperar es lo más beneficioso para el conjunto de actores en liza. Buscar nuestro beneficio en una competición donde los demás queden arrinconados y en la cuneta, no se muestra muy eficaz ni beneficioso. El aislamiento no conduce a nada bueno, aunque corones la cima y te sitúes en la cúspide de cualquier pirámide. Sentir el calor humano es algo que no tiene precio, porque sencillamente no se puede pagar con dinero. Hay que ganárselo, cuidando a tu entorno afectivo y profesional, sin mostrarse abrupto con quienes te interrelacionas en general.
Ir de justiciero puede compadecerse con una etapa juvenil en la que tu bagaje vital brilla por su ausencia y crees honestamente que basta denunciar los atropellos o cuanto no funcione, para que todo se arregle al adoptarse las evidentes medidas oportunas. Al ir cumpliendo años, compruebas que las cosas no son tan sencillas y que tú mismo has podido contribuir en más de una ocasión a perpetuar el orden de cosas establecido. Es muy difícil cambiar las cosas, pero el único modo de intentarlo con seriedad es comenzar por cambiarse a uno mismo. Hay que predicar con el ejemplo, como diría Ricardo Gutiérrez Aguilar, pace Javier Gomá. Cuando menos hay que intentarlo sin pretender empezar la casa por el tejado. Los cimientos nos remiten a nosotros mismos, al margen de lo que hagan los demás.
Estar contento con uno mismo es para Kant la única felicidad que podemos conseguir por nuestra cuenta sin el concurso del azar
Estar contento con uno mismo es para Kant la única felicidad que podemos conseguir por nuestra cuenta sin el concurso del azar. Ese sosiego únicamente lo dispensamos nosotros. Para ello no hay que contar con los cálculos prudenciales basados en las estadísticas de acontecimientos previos. No hace falta que la fortuna se muestra favorable o esquiva. Se trata de relativizar las inquietudes y abordarlas como merecen, sin sobredimensionarlas y asumiéndolas cuando no tengan remedio a nuestro alcance. Los placeres tranquilos del Epicúreo vienen a coincidir con esa imperturbabilidad anímica tan apreciada por el Estoicismo, según podrían aclarar con detenimiento Salvador Mas e Iker Martinez, grandes conocedores del mundo grecorromano. Ese pasado cultural que podría seguir enriqueciendo nuestro presente, tan ayuno de una historia cuya ignorancia condena inexorablemente a repetir los mismos errores.
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