miércoles, 12 de junio de 2024

Qué ojo profético, el de ese Chesterton y qué triste que tenga tanta razón...Es fundamental que paremos el carro del destarifo ya mismito, que los ultrachachis fuegos de artificio no nos impidan ver la realidad antes del The End, que acelera sin parar en plan destroyer total. Gracias, hermano José Ignacio, por recordarnos la que hay liada en plan exponencial si dejamos que esto siga así...Este manicomio tiene de cristiano lo mismo que Nerón, los templarios, los Reyes Católicos, o lo que Hitler, Mussolini, Stalin, Putin, Zelenski, Netanyaju, Lenin o Franco, en "El Planeta de los Monstruos", -The Monsters Planet- esa peli que entre Hollywood y Wall Street nunca se acaba de rodar...Ainssss!!!

¿Es cristiana la Modernidad?

Chesterton:  "el mundo está lleno de ideas cristianas que se han vuelto locas"

Es cosa peligrosa dejar suelto a un loco...

Nuestra realidad suele ser muy poco “cartesiana”: reflejo de ideas claras y distintas. Es más bien tan profundamente dialéctica y contradictoria que muchas veces la única respuesta es: sí y no. Recordemos la definición luterana del hombre como “justo y pecador a la vez”.

Vamos a aplicar este modo de ver a la pregunta del título. Dos rasgos característicos de nuestra Modernidad han sido: descubrimiento del progreso con la libertad para dedicarse a él, y proclamación de los derechos humanos universales. Ambos son tan profundamente cristianos que nos obligan a todos a ser modernos: “el hombre fue creado para multiplicarse y progresar” escribía san Ireneo en el siglo II, frente a la mentalidad antihistórica de los griegos. Y los derechos humanos son la concreción social de esa fraternidad universal, señalada por Francisco como núcleo cristiano. Además, el “reinado de Dios” que anunciaba Jesús es el reinado de la libertad de los hijos de Dios y la consiguiente fraternidad entre los hijos de un mismo Padre.

Pero esos dos rasgos (progreso y fraternidad) aparecen profundamente desfigurados en nuestra sociedad. La declaración de los derechos humanos está quedando reducida a una declaración de los egoísmos humanos que mira solo al propio deseo y olvida a los demás. El progreso ha quedado reducido al campo técnico, olvidando el progreso humano, con la superstición de que el primero traería mecánicamente el segundo. Así nació lo que antaño llamé “imperativo categórico tecnológico”: cuando algo es técnicamente posible, hay que hacerlo prescindiendo del daño que pueda causar a otros seres humanos o al planeta tierra: con una especie de fe religiosa en que la misma ciencia ya resolverá esos peligros. Además, la libertad para progresar se ha desplegado sobre todo en esa libertad para oprimir típica del sistema capitalista.

Si alguien cree que he sido duro (o injusto) al decir que esos dos defectos se han dado en la Modernidad actual, deberá conceder al menos que esos son dos peligros de nuestra modernidad. Cuando el ser humano no tiene ninguna instancia exterior por encima de él (llámesela Dios o la naturaleza, o los pobres y enfermos) esos dos peligros son enormemente reales. Basta con echar una mirada a nuestro alrededor para verlos actuantes.

Esto permite comprender el sorprendente fracaso de una modernidad tan prometedora, con el nacimiento desengañado de la llamada postmodernidad, y la aparición reactiva de las “extremas derechas”. Pero a esas reacciones hay que decirles en voz bien alta que son todavía menos cristianas que la modernidad a la que critican.

Podemos resumir lo anterior con una frase incisiva y lúcida de aquel inglés tan agudo que fue G. K. Chesterton: “el mundo moderno está lleno de ideas cristianas que se han vuelto locas”. Si eso es así, la tarea de aquel que hoy quiera profesarse cristiano y seguidor de Jesús será, por un lado, recuperar el originario sentido altruista de la Declaración de los derechos humanos: expresión de una actitud mía ante los demás y no de los demás ante mí (añadiendo el matiz imprescindible del nicaragüense Sandino: “los derechos de los pobres son más sagrados que los derechos de los poderosos”).  Y será también poner algún freno momentáneo de paciencia a determinadas posibilidades tecnológicas, situando el imperativo antropológico (= humano) por encima de todos los imperativos tecnológicos.

La reducción de las diferencias crecientes entre ricos y pobres, o la capacidad de entendernos entre todos, son un progreso mucho más verdadero que el crecimiento en la sofisticación de determinados placeres o en la capacidad mortífera de algunos armamentos. Dando por descontado que siempre se encontrarán argumentos aparentes para justificar el que las cosas no se hagan así.

Libertad, fraternidad e igualdad, esas palabras que Juan Pablo II declaró profundamente cristianas en Marsella, fueron olvidadas por la Iglesia y deformadas por la Modernidad. Si hay “ideas cristianas que se han vuelto locas”, recordemos que hay pocas cosas más peligrosas que dejar suelto a un loco…

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