Volcanes
"La demanda de un culpable apunta a cumplir una función psicológicamente compensatoria y remuneratoria", razonaba el gran Rafael Sánchez Ferlosio en una inolvidable conversación con Miguel Delibes (hijo) sobre los incendios. El escritor hablaba del "crédito moral de la culpa" para referirse al descanso y hasta el alivio que sentimos los humanos cada vez que podemos atribuir una adversidad a una voluntad malévola: el placer rediticio -pues suele intrumentalizarse políticamente- de encontrar un culpable. Pensemos, por ejemplo, en la ofensiva de Ayuso contra el Gobierno de coalición, al que hacía responsable no sólo de la expansión de la pandemia sino de la pandemia misma. En dirección contraria, la izquierda encuentra un cierto placer oculto y picante en las declaraciones y medidas de Ayuso, a la que no ha podido vencer electoralmente, y ellos hasta el punto de que casi deseamos que cometa un error más y diga un dislate nuevo, como obcecado objeto de nuestra impotente ira: es lo que el propio Sánchez Ferlosio llamaba "cargarse de razón", un deleite autoafirmativo al que es muy proclive la izquierda.
Me acordaba, en todo caso, de la reflexión del insigne escritor al escuchar hace unos días a uno de los damnificados de la erupción volcánica en La Palma: "He perdido el trabajo de toda la vida. Nadie tiene la culpa, pero lo he perdido todo". Y en este "nadie tiene la culpa" había, cierto, resignación, pero resonaba también un paradójico tono de reproche: el reproche del que no puede dirigir a nadie sus reproches. Se sentía, por así decirlo, dos veces víctima: víctima de un desastre natural y de una injusticia. ¿Qué injusticia? La de que -al contrario que la víctima de un atentado, de un robo o de un desahucio- no podía hacer responsable a ninguna voluntad antagonista o malevolencia de su desgracia. Podía quejarse, pero no acusar; y los humanos somos mucho menos quejicas que acusativos o somos quejicas sólo si nuestras quejas se sostienen sobre el fondo de una acusación. De hecho, cuando la existencia de Dios se daba por supuesta, servía también para eso: después de una ristra de infortunios, uno podía sentirse -y qué gran consuelo- acosado por la providencia divina.
Hay muchos cruces posibles, pero podemos decir que la atribución rediticia de culpabilidad se llama en la derecha "fatalismo"; se llama en la izquierda "determinismo". El fatalismo consiste en la tendencia a disolver la voluntad ajena que domina nuestras vidas en la naturaleza; el determinismo consiste, por su parte, en disolver la naturaleza misma en la cultura. Uno y otro, en nombre de un Dios o de una "estructura", niegan la contingencia y, por eso mismo, la eficacia de la propia voluntad. La izquierda, siempre competente a la hora de denunciar el engañoso carácter natural del capitalismo, ha acabado encerrándose de manera solipipista -"cargada de razón"- en una crítica sin ventanas, y ello como resultado de mucha derrotas históricas sucesivas y, por qué no decirlo, de la apabullante extensión de la "estructura", que ha terminado por saturar todos los poros y todas las rendijas. El caso es que el determinismo radical de la izquierda ha acabado coincidiendo con el fatalismo plebeyo de las derechas, como la dos valvas de una almeja, lo que explica de algún modo el placer lenitivo que encuentran ambos -determinismo y fatalismo- en las teorías de la conspiración y en el cinismo desengañado y suicida de los "cuñados" -que somos todos.
Alguna razón tuvo el marxismo -como el postestructuralismo- en llamar la atención sobre la inconsistencia de la diferencia naturaleza/cultura, que el capitalismo ha debilitado hasta la nebulosa: es cada vez más difícil, es verdad, distinguir entre una muerte inducida y una muerte natural allí donde incluso los virus son el resultado de una intervención masiva e industrial en la naturaleza. Pero quizás conviene recuperar e insistir de nuevo en esa diferencia en el sentido muy cultural en el que Levi-Strauss la utilizaba en sus investigaciones antropológicas. Porque -decía el pensador francés- el peligro de no reconocer ningún exterior era el de que "el Hombre acabase entontecido por el Hombre", clausurado en una nueva naturaleza sin balcones, que es lo que realmente ha ocurrido. Es lo que llamamos Antropoceno, rótulo que remite sin duda a la presencia sin precedentes del ser humano y sus productos en la naturaleza, pero también al "entontecimiento" que facilita esa presencia destructiva: una especie de narcisismo antropológico ciego a los límites y las rugosidades del terreno. Porque hay también, sí, un fatalismo alegre que espera lo mejor del patrón y de Dios y un determinismo entusiasmado que confía en la tecnología como solución a la imparable iatrogenia tecnológica.
No es fácil romper con esa dinámica de "entontecimiento en el espejo" que el crítico cultural Mark Fisher llamó "realismo capitalismo". Tampoco es fácil calificar de "optimista" la obra de un pensador que puso fin a su propia vida. Pero hubo un momento -allá por 2010- en que Fisher confiaba en que una generación virgen de nativos digitales pusiera fin a la nefasta tradición izquierdista del siglo XX. Por desgracia era una ilusión: en poco huecos ha anidado más cómodamente ese izquierdismo que en las redes. Asimismo su idea de un "realismo capitalista" implicaba de algún modo la idea de que la idea misma de no-futuro no se correspondía con la consistencia real del capitalismo sino que formaba parte de la trabajada astucia del sistema en favor de su supervivencia. Fischer, contra el determinismo, estaba convencido de que el problema no era el capitalismo sino la "falta de imaginación"; y que esa imaginación disruptiva, como la causa de su ausencia, había que buscarla en el seno mismo del capitalismo.
No estoy muy seguro de que la falta de alternativa no sea ya realmente realista. Pero entonces, de pronto, entra en erupción un volcán y, al contrario que el pobre damnificado que mira a su alrededor buscando un culpable, algunos sentimos el alivio de que no haya ninguno. Que me perdone el damnificado y sus familias, pero me produce una gran tranquilidad, lo confieso, el hecho de que no todos los males procedan de los seres humanos; que la lava y los rayos y las olas nos hagan daño desde la contigencia más ingobernable; que, en definitiva, la naturaleza exista. Es un tontería decir que se "rebela" contra los humanos; sencillamente es un exterior que, incluso cuando es modificado por nuestra intervención, no nos hace ningún caso. Ese exterior, por cierto, forma parte de nuestro interior; o nosotros mismos, mejor dicho, formamos parte de ese exterior. Esa es quizás la única fuente de imaginación que puede abrir una brecha en el "realismo capitalista". Quizás no se trata tanto de imaginar una humanidad sin capitalismo sino de imaginar una naturaleza -bosques, mares, montañas- sin humanidad. Y volver a poblarla con calma desde el principio.
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