Podemos señalar más o menos con facilidad
algo que está vivo, pero no es tan sencillo definir la vida. El agua, el
aire, la tierra y el fuego son parte de la vida y la constituyen pero
no son vida.
Mirada desde nuestro ombligo, la vida es el período que transcurre
entre el nacimiento y la muerte. Mirada en su conjunto, es una tremenda e
increíble rareza que dura ya unos 3.800 millones de años.
Maturana y Varela
dicen que podemos saber que algo está vivo cuando es capaz de crear,
reparar, mantener y modificar su propia estructura tomando sustancias
del medio y expulsando lo que le sobra. Esa característica recibe el
nombre de autopoiesis, que quiere decir auto-producción. La autopoiesis
es la propiedad básica y distintiva de los seres vivos. Cuando no la
cumplen es porque están muertos.
La vida surgió en la Tierra hace unos 3.800 millones de años. Primero
aparecieron microorganismos anaerobios, que no necesitaban oxígeno.
Unos mil millones de años después, aparecieron las cianobacterias que
tenían la capacidad de utilizar la luz del sol para su nutrición y
producían como residuo el oxígeno. Poco a poco, estas bacterias fueron
cambiando la composición del aire, el agua y de la tierra.
La biota –conjunto de los seres vivos– fue creando las condiciones
adecuadas para que se dé la vida en la Tierra tal y como la conocemos
hoy. Coevoluciona y regula el ambiente. Con estas premisas, James
Lovelock y Lynn Margulis formularon la Hipótesis Gaia. A partir de ella,
ambos pusieron de manifiesto que lo que la ciencia solía tratar por
separado, los seres vivos, los océanos, la atmósfera, el clima, los
suelos…, formaba una realidad indivisible.
La vida en su conjunto es un sistema complejo que se autoconstruye y
autorregula a partir de intercambios químicos y señales térmicas.
Juntos, dice Marcos de Castro, el ambiente y los seres vivos, componen
un sistema global que funciona como si se tratase de una entidad viva.
Gaia sería el sistema ecológico global que funciona orgánicamente,
integrando a los seres vivientes, las relaciones entre ellos y de ellos
con la tierra, el agua y el aire, a partir del “fuego” del sol. Se
autorregula mediante una serie de complejos ciclos interdependientes
entre sí –agua, carbono, fósforo, nitrógeno…– que funcionan con
diferentes ritmos (desde segundos a millones de años) y a diferentes
escalas espaciales (microscópicas, regionales o globales).
El sol es el motor de la vida. Es una estrella que se formó hace
aproximadamente 4.600 millones de años. Técnicamente, es una enana
amarilla, y seguirá siéndolo más o menos otros 5.000 millones más.
Después, se convertirá en una gigante roja y engullirá las órbitas
actuales de Mercurio, Venus y la Tierra.
La Tierra y la vida giran alrededor del Sol. Este movimiento organiza
el tiempo y el calendario de los seres vivos. Su energía sustenta a
casi todas las formas de vida concretas y hace que funcione el sistema
en su conjunto.
Si el Sol es la energía, la fotosíntesis es la tecnología básica de
lo vivo. A mí, me flipa la fotosíntesis. Es alucinante que en aquella
sopa primigenia de células en interacción, de repente, algunas
comenzasen a convertir la luz del sol y los minerales muertos en un
cuerpo vivo, a la vez que expulsaban, como residuo, el oxígeno a la
atmósfera.
Yo, atea, me imagino así la química de la resurrección. En un suelo,
la materia orgánica procedente de seres vivos muertos es convertida por
los microorganismos en minerales inertes. Y las plantas que
fotosintetizan vuelven a convertir lo muerto en cuerpo vivo… Faltan, me
parece a mí, muchos poemas sobre la fotosíntesis.
La vida se organiza en red. Los productores primarios fabrican su
propio cuerpo que sirve de alimento a los seres herbívoros, que a su vez
son la comida de los carnívoros. Los descomponedores se nutren de la
muerte de todos los anteriores. Las relaciones entre productores,
consumidores (herbívoros y carnívoros) y descomponedores regulan los
ciclos en los que se recicla la materia. Van transfiriendo unos a otros
la energía del sol, que solo puede ser capturada por los productores
primarios. En cada traspaso de energía, se pierde la mayor parte de la
misma.
Todos, absolutamente todos los seres, son comidos, vivos o muertos,
por otros seres vivos. Podemos estar seguros de que cada partícula que
compone la materia de nuestro cuerpo fue antes flor, piedra, arado,
lápiz, escarabajo, cañón o mariposa.
Nos cuenta Lynn Margulis que la vida no conquistó el planeta mediante
combates, sino gracias a la cooperación. Las formas de vida se
multiplicaron e hicieron más complejas asociándose a otras, no
matándolas.
Las células eucariotas –las células más complejas– se formaron a
partir de la unión simbiótica entre células procariotas. Los animales y
plantas estamos compuestos de células eucariotas, así que, si no se
hubiese dado esa unión, la vida probablemente estaría formada sólo por
un conglomerado de bacterias.
Lynn Margulis formuló la teoría de la simbiogénesis, que defiende que
son las relaciones simbióticas, en mayor medida que las mutaciones
genéticas al azar, las responsables de los mayores cambios evolutivos.
La cooperación ha sido una estrategia adaptativa también para muchas
especies. Aves que comparten, licaones que cuidan de la prole en común,
vampiros de Azada que se donan sangre, palomas torcaces que cazan en
bandadas, bonobos que se organizan en sociedades matriarcales pacíficas y
usan el sexo para resolver conflictos, aves que se alimentan de los
parásitos de algunos mamíferos…
Nosotros mismos, los humanos, estamos habitados por millones de
bacterias que cooperan con nosotros. En el trayecto que va desde la boca
hasta el ano, en la piel, la nariz, oídos, la vejiga, los conductos
urinarios y en la vagina, viven microorganismos que nos echan una mano
con la digestión y otras funciones vitales. A cambio, nuestro cuerpo
les proporcione hábitat y alimento.
Por supuesto que en la naturaleza se dan relaciones de competencia y
lucha encarnizada, pero las relaciones de simbiosis y cooperación son
centrales para que la vida se mantenga. Si la literatura científica ha
destacado tanto lo de la supervivencia del más fuerte, probablemente ha
sido porque son interpretaciones que encajan mejor con una organización
social que naturaliza y legitima la competencia y la explotación de todo
lo vivo por parte de quien más poder tiene. Quizás, también por eso las
redes tróficas hayan sido dibujadas en forma de pirámide, con el ser
humano en la cúspide y no en forma de red.
Le preguntaban a Lynn Margulis en una ocasión por qué la
simbiogénesis generaba tantas resistencias. Ella contestó riendo que, a
muchos, pensar la evolución en términos de cooperación les resultaba
femenino de más...
La diversidad es otro pilar de lo vivo. Hay seres unicelulares y
otros formados por millones de células interdependientes; los hay que
fabrican su propio alimento, mientras que otros lo consiguen en el
entorno; pueden respirar oxígeno o envenenarse con él. Unos vuelan,
nadan, saltan, van en silla de ruedas o caminan, y otros no se mueven
del sitio en el que nacen. Unos se se reproducen mediante el sexo y
otros no... La biodiversidad es casi inabarcable a escala humana.
¿Cómo se mantiene Gaia?
Las condiciones vitales se ven constantemente perturbadas por
múltiples variables. El proceso que hace que los seres vivos y las
relaciones entre ellos y con el medio se mantengan más o menos
constantes, se llama homeostasis. Existen mecanismos de realimentación
negativa que detecten las perturbaciones y actúan minimizando y
amortiguando los cambios, de forma que el conjunto se estabilice
volviendo a su situación de equilibrio inicial. Los mares y océanos, por
ejemplo, absorben la mayor parte del exceso de calor y la mayor parte
del dióxido de carbono procedente de la combustión de las energías
fósiles, “tratando” de reestablecer los equilibrios climáticos previos y
aminorando la tendencia al calentamiento que causaba la concentración
mayor de gases de efecto invernadero.
Sin embargo, si la perturbación es muy grande, los mecanismos de
realimentación negativa dejan de funcionar y se disparan otros de
realimentación positiva, que agrandan los efectos de la perturbación,
alejando mucho más el conjunto del sistema del equilibrio. Un ejemplo
son las emisiones de metano que deja escapar el permafrost cuando se
descongela a causa del calentamiento global, que aumentan la
concentración del gases de efecto invernadero y amplifican el
calentamiento.
Cuando las perturbaciones sobrepasan un cierto umbral, pueden
originarse una serie de cambios drásticos y en cadena, que, a partir de
un momento, denominado punto de bifurcación, conducen a la
desorganización y colapso del equilibrio inicial y a la configuración de
una nueva situación impredecible, y en la que el azar determina el
resultado final.
Kaufmann dice, por ello, que la vida se desenvuelve entre la
estructura y la sorpresa. Lo de sorpresa siempre suena sugerente pero
cuando nos estamos refiriendo a forzar el cambio de las variables
biofísicas a la que nuestra especie está adaptada, la novedades resultan
inquietantes.
La vida que prosperó y se ha mantenido en la Tierra durante los
últimos miles de millones de años es solar, cíclica, diversa,
interconectada y cooperativa.
Los seres humanos somos unos recién llegados a esta aventura
planetaria. Cada especie suele durar, de media, unos cinco millones de
años y luego desaparece. La nuestra lleva en Gaia unos 200.000 y, nos lo
vamos a tener que currar mucho, para alcanzar la esperanza de vida
media de otras especies.
La civilización industrial es energívora, petrodependiente,
vertiginosa, extractivista, homogeneizadora, generadora de residuos
inabarcables y competitiva. La cultura capitalista ha construido una
“normalidad” que se da de bruces con la realidad que sostiene la vida.
La economía hegemónica es ecológicamente analfabeta y las subjetividades
e imaginarios que promueve discurren divorciados de la realidad
material del planeta. A las personas que vivimos dentro la burbuja del
progreso se nos ha olvidado que somos una especie viva.
Aunque la ciencia nos explica que el universo, la naturaleza y
nuestros cuerpos no se comportan como el gran reloj que enunció Newton a
finales del XVII, nuestra civilización sigue actuando como si los
territorios fuesen sólo almacenes y vertederos a disposición de la parte
privilegiada de la humanidad, como si las vacas fuesen máquinas que
convierten hierba en carne, los ríos tuberías de agua y la gente mano de
obra. Miramos la naturaleza desde arriba y desde fuera, como si fuese
una máquina inerte y previsible.
Se pregona que la libertad llega después de superar el reino de la
necesidad, pero la necesidad en los seres autopoiéticos y necesitados de
cuidados no se supera nunca. Tenemos que aprender a vivir libres
sabiéndonos inherentemente eco e interdependientes.
El Progreso, sin embargo, se ha construido sobre la fantasía del
despegue prometeico de la naturaleza y de los cuerpos. La negación de
nuestra condición de seres de la tierra, vulnerables, y uno a uno
finitos, es solo una gran ilusión que termina modificando
irreversiblemente el ambiente del que depende su propia supervivencia.
Después de aplicar durante décadas a la naturaleza viva la lógica de
las cosas muertas, caemos del guindo. Calentamiento global, pérdida de
biodiversidad, superación de la biocapacidad de la tierra, contaminación
de suelos, aire y agua, zoonosis, proliferación de enfermedades,
pandemias, desigualdades, feminicidios, explotación, expulsiones... El
desarrollo en carne viva.
Después de un par de siglos, y sobre todo los últimos decenios,
actuando como si la organización material de la vida humana flotase por
encima de la tierra y de los cuerpos, se produce un fuerte encontronazo
entre lo geopolítico y lo geofísico y se desmorona la base fundamental
de la episteme moderna: la falsa distinción entre el orden de lo natural
y el de los seres humanos.
Isabelle Stengers se refiere a este momento como la intrusión de Gaia.
Todo cambia, aunque no queramos verlo, a partir de que la emergencia
planetaria emerja como sujeto histórico, sin intencionalidad ni
finalidad, pero con agencia, interviniendo en todo lo político. Si bien
no tiene sentido politizar la ecología, es imprescindible ecologizar la
política. Siempre debió ser así. Si los seres de la tierra desconectados
de la misma tierra organizan el aire, el agua o el resto de la vida, lo
desbaratan todo.
La justicia o el derecho ya no se pueden pensar sin tener en cuenta
la irreversible intrusión de Gaia. La mayor habilidad de los
negacionistas con poder es hacer creer a la gente que no existe.
Mientras, se adaptan ventajosamente a lo que está por venir,
desahuciando enormes jirones de vida, también humana.
Quienes soñamos con que mañana sea un mundo habitable para todas,
tenemos el reto de no eludir esa realidad y tratar incansablemente de
salvar la distancia brutal que hay hoy entre el conocimiento científico y
la impotencia política.
Se llama magufos a quienes propagan discursos contrarios a la ciencia
que no pueden demostrar su validez. Creo que muchas de las visiones de
la economía convencional son puras
magufadas. La economía se ha
convertido en una verdadera religión civil que exige sacrificios
humanos, vegetales, animales y minerales y niegan el futuro a la mayor
parte de los seres humanos. La vida empezó en una sopa primigenia, pero
como dice Naredo, una economía que ha cortado el cordón umbilical con la
tierra, la convierte prematuramente en un puré crepuscular.
En psiquiatría y psicología, el delirio es una creencia que se vive
con una profunda convicción a pesar de que la evidencia demuestre lo
contrario. Creo que se puede decir que la economía convencional es un
delirio. Se empecina en crecer indefinidamente sobre una base física que
tiene límites. Apostata de la ciencia. No recula ni reconoce fracaso, a
pesar de que esté causando un ecocidio vertiginoso y no haya podido
cumplir sus propias promesas de bienestar generalizado.
Es un delirio en guerra con la vida.
No hay ningún organismo vivo en estado libre que no dependa de otros y
de su entorno. Son muy pocos los que pueden vivir con el privilegio de
ignorarlo, pero este sujeto termina erigiéndose como sujeto universal y
tiene el poder de definir la economía, la política, o la cultura...
Son mayoritariamente mujeres –no por esencia, sino por imposición,
otros territorios, otros pueblos y otras especies, el conjunto de la
vida, en definitiva, quienes soportan las consecuencias ecológicas,
sociales y cotidianas de esa supuesta independencia.
No es más que una forma de parasitismo que estruja otras vidas, el
suelo, agua y aire, concibiéndolos como algo exterior, subordinado e
instrumental que violenta la naturaleza, violenta nuestro cuerpo y el de
otros.
La violencia es el negativo de la ternura.
Hemos escuchado mucho en estos tiempos de pandemia que la especie
humana es lo peor, que es una plaga, un virus. Yo no lo creo. Los seres
humanos son capaces de lo peor y de lo mejor. Guerrean pero también
cooperan. Inventaron la bomba atómica pero también la música, la poesía
y, a veces, hacen de las caricias un arte.
No somos cada uno de nosotros las células cancerosas: es el
comportamiento colectivo que ha generado una civilización patriarcal,
capitalista y colonial, la que ha resultado ecocida e injusta. No nos
encontramos ante el suicidio de la humanidad sino ante el asesinato de
mucha vida a manos de una parte de la humanidad. Es verdad que todas las
personas tenemos responsabilidad –y por tanto capacidad de cambiar–,
pero son responsabilidades asimétricas. Como decía Silvio Rodríguez, la
orden de fuego la dan disidentes de la gente, del sueño y de la vida
que no sea virtual.
La vida es una cuestión de relaciones.
Dice Franz De Waal en
La edad de la empatía que, salvo un
pequeño porcentaje de psicópatas, nadie es emocionalmente inmune al
estado de otras personas. La selección natural diseñó nuestro cerebro
para que estemos en sintonía con otros cerebros, nos disguste su
disgusto y nos complazca su placer. Empatía con todo lo vivo. Con
frecuencia nos dicen “preferís los animales a las personas”. De verdad,
no es incompatible querer a las personas y también a los animales, a las
espigas, a los montes, a los árboles, y al agua...
Sé que el conocimiento, el sabernos vida en sí mismo, no desemboca
necesariamente en acción. Igual que tener experiencia de clase no genera
automáticamente conciencia de clase, el sabernos parte de una red viva,
en sí mismo, no genera conciencia de especie o de pertenencia a la
tierra. Pero sin ser condición suficiente, creo que es condición
necesaria. El analfabetismo ecológico, más intenso cuanto más
especializada es la formación, es un enorme obstáculo para recomponer
lazos rotos con la naturaleza y entre las personas.
Cualquier persona debería tener el derecho y la obligación de conocer
qué es lo que le permite existir: el sol como motor de la vida, los
bosques como pulmones del planeta y bibliotecas de diversidad, la
fotosíntesis como “tecnología” central para la existencia, las
bacterias,… La autoorganización y la cooperación como estrategias de
adaptación y supervivencia, el funcionamiento cíclico en red en todo lo
vivo, la existencia de límites, el trabajo de cuidados como una cuestión
imprescindible que exige corresponsabilidad.
Enfrentar la crisis ecosocial va a exigir que superemos la fantasía
de la individualidad y estimulemos una imaginación, bien asentada en la
tierra, los cuerpos y sus necesidades. Una imaginación que nos permita
mirar el capitalismo desde fuera, aunque estemos dentro. Este “afuera”
puede ser Gaia, como un punto excéntrico desde el que torcer el brazo
del dinero. Desde ahí podemos construir una Nueva Cultura de la Tierra.
Podemos, como recuerda Viveiro de Castro, aprender también de los
pueblos que nunca fueron modernos porque nunca tuvieron una naturaleza
externa y ajena y por tanto no la perdieron ni necesitaron librarse de
ella.
Exigirá estimular pedagogías, racionalidades y emociones que
favorezcan relaciones simbióticas centradas en la suficiencia y el
reparto; que hagan de lo común y el cuidado un principio político y que
involucren a todas las personas, tanto en el terreno de los derechos
como en el de las obligaciones. Algo parecido a la razón poética de
María Zambrano.
La clave es construir comunidad con conciencia de clase, de especie y sentido de pertenencia a la vida.
A fin de cuentas, como dice Galeano, “venimos de un huevo más chico
que una cabeza de alfiler, y habitamos una piedra cubierta de agua y
rodeada por aire que gira en torno al fuego de una estrella enana
amarilla. Hemos sido hechos de luz, de tierra, además de carbono,
hidrógeno y mierda y muerte y otras cosas, y al fin y al cabo estamos
aquí desde que la belleza del universo necesitó que alguien la viera”.