George Orwell: «En tiempos de engaño universal, decir la verdad se convierte en un acto revolucionario».
viernes, 17 de julio de 2020
Aquí llega el Doctor José Ignacio Torres, hablando de homeopatía, con un nuevo trabajo testimonial impresionante. Esta vez el protagonista es el miedo como realidad inevitable, que debemos reconocer y gestionar lo mejor posible para que no nos atrape y se convierta en enfermedad crónica e indetectable, porque se diluye en múltipes síntomas. Nadie mejor que un médico homeópata y de familia para explicar y comentar un tema tan importante como enmascarado en sus diversas e infinitas manifestaciones. Gracias, maestro!
Es amarillo afuera
ay dios
es amarillo
como un pájaro seco
hiriente y desplumado
como qué
doloroso. Idea Vilariño
Es posible que muchos ciudadanos tengan la sensación de que estamos
viviendo una película. Una película de miedo. Pensemos en aquella que
más terror nos causó en algún momento y comparemos con lo que ha
sucedido y sigue sucediendo en nuestro entorno.
El miedo es una de las emociones básicas1 (figura 1),
respuesta a una amenaza o peligro inminente, que desde el punto de vista
evolutivo es útil y protege nuestra supervivencia.
Figura 1. Las seis emociones básicas. Paul Ekman. 1972
Podemos considerar al miedo como una perturbación del ánimo por un mal que realmente amenaza o que se finge en la imaginación. Y en la actualidad se cumplen ambas premisas: es real porque el virus COVID-19 es una amenaza y es también imaginado por los diferentes escenarios futuros que producen miedo.
¿Quién tiene miedo? O quizás podemos preguntarnos lo contrario: ¿quién no lo tiene?
Tienen miedo y es razonable que lo tengan las personas enfermas, sus
familiares y los familiares de los fallecidos, las personas con
problemas crónicos de salud, aquellas que están solas sin redes de apoyo
social y las que sufren de problemas de salud mental previos.
Y muy posiblemente tienen miedo los trabajadores, los abuelos, los
padres, los profesionales sanitarios, policías, bomberos y
transportistas. Los repartidores, las cajeras de supermercados, los
carniceros, los pescaderos, los panaderos. Todo el mundo tiene miedo.
Miedo al contagio, a la enfermedad, a la ruina.
El miedo mata
Parece lógico tener miedo ante la pandemia. Y también identificarlo y
conocer sus causas para poder neutralizarlo porque el miedo mata2.
Produce daño elevando de forma crónica las hormonas del estrés y
favoreciendo la aparición de enfermedades cardiovasculares, neoplasias y
daño psíquico.
Los seres humanos tenemos un excelente sistema de respuesta ante una
amenaza súbita, pero este sistema (nuestro eje
hipotálamo-hipofisario-suprarrenal) se desconcierta ante su
persistencia. El miedo disminuye la inmunidad e incrementa el cortisol.
Desencadenantes del miedo
Si analizamos las posibles causas del miedo encontramos una lista muy larga3; entre ellas pueden estar la soledad, tan frecuente en nuestra sociedad occidental y que se multiplicó con el confinamiento; la barbarie
que ha supuesto esta situación que nos han pintado como bélica y que a
las personas ancianas les puede recordar a tiempos pasados; la catástrofe que estamos viviendo desde el punto de vista social, familiar, sanitario y económico; el chantaje que podemos sentir en muchas de las actuaciones de los poderes públicos; la crueldad que ha supuesto no poder enterrar a nuestros muertos y despedirnos de ellos; el daño físico, psíquico y moral que sufren tantas personas y que se siente nada más encender el televisor; el imprevisto que nos llegó con esta pandemia que no nos creíamos; los desastres que vemos y escuchamos a nuestro alrededor; lo desconocido de la enfermedad y de su cura, así como del tiempo necesario de confinamiento; la desdicha que se cierne sobre nosotros; la desgracia de enfermar y morir por algo que podía haber sido evitable; el encarnizamiento de los medios de comunicación y los poderosos con el resto de los ciudadanos; el ensañamiento que algunos pueden percibir; la ferocidad del virus con tantos conciudadanos; lo fortuito que sigue pareciendo después de meses; el horror de la lista de los muertos en cada periódico y noticiario; lo ignoto, incierto e inesperado de la enfermedad; la inseguridad que genera en expertos y profanos; el infortunio que se ha cebado con las víctimas mortales, sus familias, los enfermos y los más vulnerables; lo inhumano en la situaciones de hospitalización, solo mitigada por la excelente labor de los profesionales; la intimidación que podemos sentir todos los días por políticos, militares e incluso técnicos; la mala suerte que se ha cebado precisamente con nosotros; la maldad que algunos sospechan y se palpa en el ambiente; la maldición de que un ser superior o el extranjero nos ha traído; la perversidad que se lee en algunos rostros; lo raro que parece todo lo que está sucediendo; lo repentino de este virus que nos dejó indefensos; lo secreto que unos dicen que puede venir de China o de Rusia o de Estados Unidos, o de un laboratorio; lo súbito que comienza la enfermedad y sobre todo que empeora y nos lleva al hospital o a cuidados intensivos; lo terrible que es seguir tal y como estamos; y la violencia, la violencia
especialmente en las redes sociales y en los grupos de WhatsApp que nos
quema lentamente el alma y nos bloquea para pensar soluciones
positivas, altruistas y efectivas.
No son pocas las circunstancias que nos llevan al miedo. Puede que
haya algunas más. Conocerlas es el primer paso para poder llevar a cabo
una reflexión y no dejarnos arrastrar por el pánico y la cólera.
Las múltiples caras del miedo
El miedo es una compleja emoción poliédrica porque tiene muchas caras3,
reflejos de sus diferentes intensidades. Y en el contexto de la
pandemia de un modo u otro aparecen estas diferentes caras (figura 2).
Vivimos en una situación de riesgo, con la posibilidad continua de que ocurra una desgracia o contratiempo; nos sentimos amenazados
por las acciones y las palabras que desde el telediario de forma
cotidiana nos intentan infundir miedo; y pensamos que estamos en peligro, porque corremos riesgo de perder la vida o la hacienda.
Se palpa en el ambiente una cierta aprensión porque
la enfermedad y los enfermos (como sucede en las epidemias) son
peligrosos y repugnantes para los que están sanos. Y nos pintan en las
calles un permanente estado de alarma con evidentes señales que nos advierten del peligro: guantes, mascarilla, policías e incluso el ejército.
Pero sobre todo hay un temor en el aire que respiramos lleno de recelo, de la sospecha de que nos pueda ocurrir algo malo, que ha llegado a infundir terror o
pavor (miedo intensísimo) ante la presencia abrupta de un mal conocido
como coronavirus pero sin tratamiento eficaz conocido en aquellos más
vulnerables.
Algunas personas acuden a urgencias de los hospitales, al centro de salud o nos llaman por teléfono con angustia o con pánico, y existe una lógica preocupación de que este pánico llegue a ser colectivo y descontrolado o se transforme en el horror como todo miedo intenso provocado por una catástrofe.
En las llamadas telefónicas de cada mañana aparecen la ansiedad y la somatización como reflejo de la hipocondría,
ese miedo patológico a las enfermedades cuando el protagonista de todas
las novelas y películas es la enfermedad. La angustia y el miedo son
las dos caras de la misma moneda, porque aunque el miedo tiene un objeto
específico y la angustia no (es miedo sin objeto, siempre en busca de
un motivo) ambos son extenuantes. Nos dejan agotados, sin fuerzas.
Figura 2. Las diferentes caras del miedo. Marina JA, López Penas M. Diccionario de los sentimientos.
Cuando has estado a punto de morir
Me quedé sin saber de ella cuando cuatro días después el virus
también se apoderó de mí, pero nada más regresar a la consulta supe que
había estado en cuidados intensivos.
El día que pudimos hablar por teléfono sentí a través del hilo
conductor que nos unía el alivio y la emoción de compartir vivencias.
Fue para ella una alegre sorpresa comprobar que por fin conectaba con
su médico y después de interesarse por mi salud, pudo poner en orden la
lista de preguntas y dudas que tenía preparadas para mí.
Se encontraba mucho mejor, físicamente bastante recuperada, pero
quedaban dos cicatrices: la de la traqueotomía que días después en la
consulta de enfermería podría comprobar por mí mismo y aquella más
profunda que no se ve, la herida del alma que deja pesadillas de muerte y
de irrealidad. “He sentido estar muerta”, me repetía.
Hablamos cara a cara con las mascarillas puestas en la consulta de
enfermería después de la cura y me confesó que era una superviviente.
María es una mujer fuerte pero había sufrido mucho en aquel naufragio
en medio de una tormenta llena de cables y de vías, agarrada a la vida
por tubos que le permitieron respirar y cuidada por personas que se
dejaban su humanidad y profesionalidad en cada turno de trabajo.
Comentamos las posibilidades porque la cicatriz está retraída, le
molesta y no ha cerrado totalmente. Propongo el empleo de homeopatía (Causticum, Arnica) pero no debemos olvidar que persisten “heridas” por cicatrizar en el cuerpo y el alma que me hacen pensar en la necesidad de Staphysagria,
que prescribo una semana después cuando las curas y la medicación
homeopática han conseguido que la herida de la traqueotomía haya
mejorado y, de pronto, descubrimos la causa de la tirantez, un punto que
persiste que el otorrino hábilmente ha sabido retirar.
Cuando estamos hablando, hay un momento en que casi toco su brazo por
la necesidad de contacto físico con ella, pero recuerdo las normas y me
disculpo, aunque en el fondo lo que me pide el cuerpo es un abrazo.
Algo parecido sucedió en el hospital tal y como me cuenta, cuando una
doctora se cambió de nuevo y se puso el EPI (equipo de protección
individual) para poder tomar su mano en un momento especialmente emotivo
para ambas.
María es ahora una mujer en pleno proceso de recuperación del síndrome post cuidados intensivos4
y seguro que tendrá a su disposición profesionales que le ayudarán a
recorrer ese camino. Pero en ella persiste la sensación de amenaza
perdurable a pesar de que el peligro haya pasado, como sucede en los
pacientes con trastorno de estrés postraumático (Arnica, Aconitum).
Hace tiempo que soy el médico de cabecera de su madre, una mujer de
carácter, casi nonagenaria, y nuestra relación previa estaba centrada
sobre todo en su cuidado.
En las próximas semanas y meses la que precisará ayuda en la terapia
será ella, porque el hilo de la vida se siente tan frágil por las noches
cuando has estado a punto de morir que es bueno compartir el terror que sentimos.
La aparición del peligro inicia un modelo narrativo
David ha hablado conmigo después de la solicitud de su pareja, que
mostró su preocupación por su estado de salud y la relación entre ambos.
Ahora se encuentra en estado de alarma, sensible a las señales que le
advierten del peligro. Salir a la calle y acudir al trabajo le parecen
actividades peligrosas.
Hace meses que habíamos trabajado juntos un complejo proceso de duelo
tras el fallecimiento de su madre (una mujer fuerte que parecía
invulnerable a sus ojos) en una localidad lejana y con una difícil
relación con sus hermanos, especialmente el menor.
Ahora, aparecen síntomas de ansiedad cuyo desencadenante es el miedo
al contagio de la enfermedad viral, acompañado de los ahora tan
frecuentes problemas conyugales (confinamiento en un piso muy pequeño
con su pareja), laborales (la conducta de su jefe), familiares (relación
con sus hermanos y duelo no completamente superado) y de carácter
(imposibilidad para decir no cuando es preciso).
Hablamos de su forma de ser, de su papel en la familia como hijo
obediente que no daba problemas a sus padres y poco dado a las
discusiones, y de la vida.
En estos momentos su docilidad constituye para él un problema cuando
las instrucciones que recibe de su jefe son a su juicio caprichosas y
sin lógica, por lo que siente irritabilidad y enfado en casa e incluso,
aunque menos intenso, en el trabajo.
Valoramos las posibles estrategias a seguir: psicoterapia de apoyo y
técnicas cognitivo-conductuales, biblioterapia, homeopatía (Lycopodium) y si es preciso, dosis bajas de ansiolíticos.
Con la ventaja del vínculo establecido por el conocimiento mutuo, le
propongo (dando por sentado su dificultad) la posible utilidad
terapéutica del perdón con ejemplos del modo de llevarlo a cabo.
Después de un silencio telefónico suelta un ¡uf! que expresa el grado de dificultad que conlleva. Bibliografía
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