El primer día de un año tan emblemático como un 20.20, me hace mirar hacia el significado de esa primera bienaventuranza que citan los evangelios. 'Aventuranza', qué palabra tan poco concreta, ¿verdad?. No es una aventura. Ni una ocurrencia. No es leer el Tarot. Ni echar la buenaventura en plan calé. Tampoco una volada de la ilusión, ni un " a ver qué pasa si me aventuro o nos aventuramos a cualquier cosa". Ni tampoco jugar a la lotería del "por si acaso". Tampoco es un seguro mesiánico a todo riesgo contra cualquier eventualidad caprichosa del mismo existir amparado en la póliza de algunos dogmas supuestamente infalibles. Aventurarse es atreverse a algo que no es "lo normal", bueno, habitual, normal sí lo es. Pero no frecuente. La "normalidad" sí debería ser también el atrevimiento bienaventurado a descubrir nuevos caminos y nuevos objetivos, cuando los de siempre ya no dan más de sí.
Pero claro, la cosa se enmaraña cuando leemos "Bienaventurados los pobres de espíritu porque de ellos es el Reino de los Cielos". Nos suena a cuento y fantasía. A ver, ¿cómo se puede ser bienaventurados en esta vida, o sea, felices, siendo pobres de espíritu? Algo que nos suena a flojos. Indecisos. Tiquismiquis. Resignados. Miedosillos y tan poca cosa como para vivir del limosneo for ever. Incapaces de "luchar" por conseguir lo mismo que los ricos, -qué menos que igualdad de derechos, ¿no?- que es la propuesta correctora que las revoluciones proletarias sacaron como desesperada conclusión de tantos siglos de aperreo y de injusticia, vendidas como "virtud" en plan toma y daca: "dios permite la desigualdad para que los más ricos se hagan virtuosos dando lo que les sobra y los pobres reciban de ellos lo que dios no les quiere conceder no se sabe muy bien por qué, a dios parece que no le importa que no se le entiendan los razonamientos, al parecer ha creado seres inteligentes pero les prohíbe pensar y por ello sus lugaretenientes convierten el uso de la razón en un pecado de soberbia para quienes se plantean las divinas ocurrencias del SuperPoderoso. Es decir que igual los ricos también son ricos de espíritu, ya que no les falta detalle y al parecer dios les ha dado de todo..., y no para acabar con la pobreza, sino para usarla como moneda de cambio y billete con destino al mismo cielo al que van a ir los pobres de espíritu y de todo lo demás, menos calamidades y miserias varias, por supuesto, cuando acabe el paseíllo espaciotemporal por estos andurriales", este es el panorama reflexivo que se deriva de los sermones, los dogmas y los preceptos heredados y sobeteados a lo largo los ciclos históricos y manipulados por la misma inercia mecánica de las oleadas culturales, que en vez de humanizar, en su empeño por "crecer" sin más objetivo que devorar, hacia no se sabe qué ni dónde, parecen conseguir lo contrario de lo que aseguran: el bien estar, que, para mśa inri, es imposible sin llegar a Ser, comprenderlo y asimilarlo.
Lo de pobres de espíritu, estoy segura, es una pésima traducción de una realidad a otra. Y conociendo un poco la audacia y los atrevimientos de quien se inventó las Bienaventuranzas no me encaja esa definición. Es imposible ser pobre y de espíritu. Es una aporía. Un oxímoron. Cuanto más me despierta la esencia del ser, menos sentido le veo a ese axioma. El espíritu es precisamente el estado evolutivo en el que la pobreza desaparece como experiencia vital. Y no porque se sea millonarios sino porque ya no es necesario perder el tiempo y la energía en intentar serlo, la vida se ha vuelto del revés y se le ven las costuras perfectamente, los puntos mal dados y la inutilidad precaria de los remiendos mal hechos.
Felipe es un mendigo que pide en la puerta del super. El otro día, al felicitarle las fiestas me contó su historia de pobre de espíritu hasta que se arruinó. Era un empresario de la construcción en pleno imperio burbujista. Estaba forrado y se dedicó a invertir en inmuebles. Trabajaba desesperadamente, como si no hubiera mañana. Hasta tal punto que su mujer y sus hijos se divorciaron de él todos juntos. Y lo dejaron en su templo adorando el pastón, que según él mismo reconoce, nunca era suficiente para él. Su ambición era ya una enfermedad devastadora, hasta que la crisis le devolvió la salud. Paradójicamente con una ruina total de sus inversiones fallidas en cadena y créditos impagables en catarata. Le expropiaron el casoplón con piscina, jardines, escalinatas y pistas de baile al aire libre. Los dos coches, el velero, la moto Harley, el apartamento en Cullera y hasta la huerta que heredó de su padre cerca de La Albufera. Se quedó en la puñetera calle de la noche a la mañana, y nunca mejor dicho, porque a partir de su ruina y de su enfermedad -al mismo tiempo se le declaró una diabetes terrible, de la que nunca había tenido el menor síntoma- la luz, según explica, empezó desde entonces a hacerse visible en sus tinieblas personales. Empezó a comprender que siempre había sido pobre en espíritu, en conciencia. No había entendido nada de la vida. Había vivido de patrones sociales, de burbujas, no de realidad. No había construido lo más importante: su identidad humana, entretenido con tanta construcción perecedera, había ido confundiendo las estaciones con el punto de llegada definitiva del viaje. Reconocerse como ser humano vivo, despierto, capaz de ver al mirar y de cambiar la mirada si no veía lo necesario para seguir el camino. En realidad sus seres queridos le habían abandonado porque él nunca los reconoció como seres queridos, sino como piezas de una máquina que llamaba familia pero no lo era. Solo una estación de control mutuo sin motivaciones, sin raíces ni nada que compartir que valiese la alegría y el sentido.
Pidiendo por las calles, durmiendo en los bancos de los parques o en los cajeros automáticos en invierno, sin poder comer en los comedores sociales porque la diabetes tan avanzada no le permite tomar prácticamente nada de los menús normales, y no tiene más alternativas que comprar en los paquistaníes algo de frutas y ensaladas. Estuvo viviendo debajo de un puente en el Jardín del Tùria, durante dos años. Fue comprendiendo la diferencia entre ser pobre y ser miserable. Ahora por fin ha conseguido la jubilación, una pensión de 950 euros y puede pagarse una habitación en un piso compartido con tres personas más, con derecho a cocina, que le cuesta 300€ al mes con gastos incluidos de luz, gas y agua. Está empezando a tener contacto con sus hijos, uno de ellos tiene un problema de discapacidad, y él se ocupa de ayudarle, para ello sigue pidiendo y así completa la pensión, y ayuda a otros compas que están peor. Ha tenido que dejar por fuerza de fumar, de beber, de tomar cafés y azúcar, le sienta mal la lactosa y el gluten...está hecho un verdadero guiñapo en materia de salud. Pero confiesa que por primera vez en su vida ahora es feliz como nunca. Comenta emocionado que cada mañana se alegra de estar vivo, de tener un techo y un montón de amigos que nunca había tenido por falta de tiempo y de perspectivas, que nunca se imaginó algo semejante en su vida y tan bonito. Felipe ha dejado de ser pobre de espíritu, ahora es rico, muy rico de espíritu. Es feliz. Lo lleva en la cara, en la mirada, en la palabra y en la actitud. Y hasta, según los médicos, en la diabetes, que ha reducido considerablemente el índice de glucosa, gracias a la insulina y a su cambio de actitud y de conciencia. Dice que jamás se cambiaría por el que fue hace años, aunque lo envolviesen en oro molido, algo que el considera como veneno y como una prisión para su libertad.
Creo que esa actitud vital del amigo Felipe es la bienaventuranza a que se refiere el evangelio; no depende de tener o no tener dinero, sino del desapego y la libertad que el afán enfermizo por el dinero y el miedo a la carencia de pasta, no permite a sus esclavos.
Lo más curioso es que sólo esa actitud saludable del desapego y la igualdad esencial desde la libertad, la fraternidad, la empatía y el amor como liberación, es la principal herramienta para mitigar y dar la vuelta al desastre ecológico del Planeta que el apego al tener, poseer y controlar por el miedo, por encima del ser y del servirnos mutuamente como familia planetaria sin fronteras, nos está poniendo como tarea inaplazable. Gracias a Felipe, y a tantos y tantas como él, que sin ruido ni tracas, van cambiando el mundo sin necesidad de Instagram ni de las redes para pescar despistados, solo con su propia metamorfosis vital, de los automatismos a la consciencia profunda y natural. Seguro que gracias a ellos y ellas, este mundo aun se mantiene en pie.
¡Feliz año y feliz cambio!
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