La cúpula judicial española como anomalía en Europa
La justicia no solo debe
actuar imparcialmente, sino que además ha de parecer que lo hace. Sin
embargo, se están reiterando episodios que evidencian las potenciales
presiones externas sobre nuestros altos tribunales, a causa de una
configuración estructural peligrosamente vinculada a los intereses del
poder político. La gestión del Tribunal Supremo en el impuesto de las
hipotecas ha sido un inquietante ejemplo. Y los males de nuestro frágil
sistema de separación de poderes se han visto confirmados con el
reciente anuncio de un nuevo pacto entre los principales partidos para
repartirse por cuotas los cargos del Consejo General del Poder Judicial
(CGPJ) y para designar al presidente del Tribunal Supremo.
El CGPJ es el órgano de gobierno de la judicatura. Cuenta con
importantes atribuciones, como la designación de los magistrados del
Tribunal Supremo y de otros cargos judiciales de indudable relevancia.
También ejerce las competencias que le permiten premiar y castigar a los
jueces. Y dispone de facultades para integrar provisionalmente juzgados
y tribunales. Por ello, se trata del máximo garante de la independencia
judicial, lo cual habría de resultar incompatible con la
instrumentalización política de su funcionamiento.
Esta configuración partidista de nuestra cúpula judicial
ha sido cuestionada reiteradamente desde las instituciones europeas. La
separación de poderes implica la existencia de frenos, contrapesos y
espacios de vigilancia institucional. Esos equilibrios buscan evitar los
abusos de poder que pueden producirse si la judicatura queda supeditada
al poder político.
Por ello, la Carta Europea sobre
el Estatuto del Juez, aprobada por el Consejo de Europa, indica que los
consejos de la judicatura son organismos independientes de los poderes
ejecutivo y legislativo, integrados al menos en la mitad de sus miembros
por “jueces elegidos por sus pares” (y no por el parlamento, que
designa a los miembros restantes). Dicha disposición ha sido
desarrollada por diversas recomendaciones del Comité de Ministros y del
Consejo Consultivo de Jueces Europeos. Este sistema mixto es el
existente en los 20 países europeos que cuentan con consejo de la
judicatura, con excepción de España. Del mismo modo, el Grupo de Estados
contra la Corrupción (GRECO) del Consejo de Europa ha dirigido
reiterados reproches a nuestro país por la configuración partidista del
CGPJ y por no basar en criterios objetivos el nombramiento de los
magistrados del Tribunal Supremo y de otros órganos judiciales.
Este criterio europeo sobre separación de poderes se incorporó en 1978
al espíritu de la Constitución. Pero se modificó en 1985 por el gobierno
socialista, a causa de la desconfianza que le generaba una judicatura
que todavía tenía conexiones con el franquismo. Esta secuela de nuestra
Transición nos seguirá acompañando hasta que seamos capaces de
corregirla. Al dejar el gobierno de la judicatura en manos de los
políticos, con el tiempo el remedio ha acabado resultando peor que la
enfermedad. Los sucesivos gobiernos han ido aprovechando crecientemente
las ventajas del control sobre la justicia. Resulta significativa la
promesa del PP en las elecciones generales de 2011 de implantar el
sistema mixto que se sigue en Europa, fácil de aplicar tras la obtención
de la mayoría absoluta; dicho compromiso fue rápidamente aparcado por
el ex ministro Gallardón, al comprobar los beneficios partidistas de
mantener e incluso empeorar el sistema.
Esa
excepcionalidad europea de la cúpula judicial española se ha intentado
justificar con dos argumentos principales. En primer lugar, con la
alegación de que son los representantes democráticos quienes deben
diseñar un poder del estado, en contraste con el corporativismo que
supondría que los jueces lo integraran. Quienes alertan de los riesgos
de corporativismo judicial olvidan que nadie en España defiende un
gobierno de la judicatura elegido exclusivamente por jueces. Lo que se
reclama es un sistema mixto como el de los países europeos, que
garantice los equilibrios institucionales, evite los abusos de poder e
impida las injerencias partidistas en la justicia. Además, el principio
democrático no puede trasladarse directamente a la justicia, por su
propia funcionalidad, que consiste en controlar a otros poderes del
estado. Es tan absurdo como pretender que un juicio por corrupción
contra un cargo público sea presidido por magistrados designados por su
propio partido, aunque haya sido el más votado en unas elecciones.
En segundo lugar, para defender nuestro consejo de la judicatura
también se ha afirmado que es similar en sus competencias al de otros
países europeos. Una muestra de dicha argumentación la representaría
este estudio de Francisco Cabo en Confilegal.
No obstante, de nada sirve que el CGPJ tenga las mismas o más
competencias que otros consejos de la judicatura en Europa, si el
nuestro está capturado por el poder político. Eso no supondrá un signo
de autonomía institucional, sino de dirigismo partidista. No basta con
agregar variables sobre competencias y otorgar una puntuación idéntica a
cada una, lo cual siempre resulta discutible por su subjetividad: no
pesan lo mismo las competencias sobre deontología que sobre régimen
disciplinario, entre muchas otras. En realidad, lo más relevante con
diferencia es quién decide la composición del CGPJ, una variable que
suma bastante más que todas las otras juntas para determinar las
potenciales intromisiones partidistas en la justicia. Es una variable
que no se contempla en esas argumentaciones y que es absolutamente
decisiva. Es cierto que hay algunos países europeos como Alemania que no
tienen consejo de la judicatura; pero es igualmente cierto que en
dichos países esas funciones son ejercidas por otros organismos que
garantizan el mérito, la capacidad y la neutralidad institucional, al
contrario de lo que ocurre aquí.
Todo lo indicado no
significa que los magistrados que llegan al Tribunal Supremo no estén
cualificados, ni que se presten necesariamente a los intereses
partidistas. Lo que ocurre es que el sistema no está diseñado para
elegir a los mejores, sino a quienes prefiera el poder político. Tampoco
todos los vocales del CGPJ se han dejado instrumentalizar. Pero la
orientación del organismo lleva irremediablemente al deterioro
institucional existente.
La perversidad de estas
dinámicas la explica con claridad el constitucionalista Rafael Jiménez
Asensio, ex profesor de la Escuela Judicial y uno de los máximos
expertos sobre separación de poderes de nuestro país. Vale la pena leer
su libro Los frenos del poder y también una síntesis de su perspectiva en un reciente artículo en Agenda Pública,
en el que indica lo siguiente: “Cualquier analista o académico
procedente de una democracia avanzada que recale en España y observe
cómo se eligen a los magistrados del Tribunal Supremo se echará las
manos a la cabeza. Las votaciones y apoyos para la designación de tales
magistrados dependen de repartos o acuerdos espurios (sin luz ni
taquígrafos en plena era de la transparencia, que todos invocan y nadie
practica) entre las distintas tendencias o sensibilidades ideológicas
presentes en un Consejo que antes ha sido pactado con los mismos
mimbres. Pero si este observador externo se adentrara algo más en el
sistema de elección (tarea que nadie emprende), el escándalo sería
clamoroso. Se cambian ‘cromos’ y hay (algo menos conocido) un trasiego
de filias y fobias que pueden inclinar la balanza aleatoriamente a uno u
otro candidato. Las recomendaciones fluyen por doquier (se trata de
llegar a quien pulsa el botón), el favor se convierte en moneda de
intercambio, cuando no es la amistad la que inclina la balanza. Los
odios, a veces personales, pasan factura. Los teléfonos queman. No tanto
los correos, que dejan más huella. En esos críticos momentos el Consejo
es una olla de presiones e intercambios, un auténtico mercadillo,
impropio a todas luces de una alta institución de un Estado que se
pretende democrático”.
El reparto de cuotas entre los
partidos ha tenido consecuencias desoladoras para la credibilidad de
nuestro poder judicial, a pesar del enorme esfuerzo independiente que se
realiza en la judicatura de base. Es el resultado de un sistema
excepcional de consejo de la judicatura al servicio del poder político,
que no resulta respetuoso con la separación de poderes y que nos aleja
de los países europeos de nuestro entorno. Debemos acabar con esa
singularidad si no queremos que la ciudadanía se siga distanciando de
nuestra justicia.
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