Gibraltar visto desde la playa de La Atunara, en La Línea de la Concepción.JON NAZCAREUTERS
Todos los españoles deberían ir, al menos una vez en la vida, a mirar
Gibraltar desde un mirador de San Roque. Lo digo por experiencia,
porque a mí me costó mucho trabajo encontrarlo. “¿Es eso?”, señalé hacia
una montaña que se perfilaba entre la neblina. “No, eso es Marruecos”,
me respondieron. Busqué Gibraltar más cerca, moví el dedo hacia unos
edificios próximos y tampoco acerté, porque aquello era La Línea.
Entonces, pregunté al rato: “¿Dónde está Gibraltar?”. Cuando me lo
enseñaron, me costó trabajo creérmelo. Porque ante la majestuosa
panorámica del Estrecho, entre las incuestionables magnitudes de dos
grandes continentes, La Roca no es más que eso, una roca grande, un
accidente minúsculo, un lunar de piedra entre dos océanos. ¿Y por esto
hemos sufrido tanto?, me pregunté. ¿Por esto se han agitado tantas
banderas, se han gritado tantas consignas, se han ofendido tantas
generaciones? En la actual configuración geopolítica del mundo,
Gibraltar no es más que un patético residuo de las caducas ambiciones de
los extintos imperios europeos. Su única importancia verdadera proviene
de su indigna condición de paraíso fiscal, que explica tanto su riqueza
como los puestos de trabajo que está en condiciones de ofrecer a la
población del área que lo circunda. Mientras la Comunidad Internacional
consienta que los paraísos fiscales sigan existiendo, Gibraltar será
relevante para España por la oferta laboral que alivia el paro endémico
del Campo que lleva su nombre. Cualquier acuerdo que garantice esos
puestos de trabajo es un buen acuerdo, pero nada más. No sufran por
Gibraltar, háganme caso. Si se acercan a San Roque, suben hasta el
mirador más alto y hacen el esfuerzo de buscar El Peñón en el Estrecho,
me entenderán.
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