Lo que queda cuando se acaban las medicinas
Alrededor de 1,6 millones de personas mueren en
África cada año a causa de enfermedades tratables como la malaria, la
tuberculosis o el VIH. La falta de medicinas, vacunas y centros de
atención primaria formulan esta ecuación mortal.
Público
Vincent no debería morir aún, pero lo más probable es que lo haga. Tiene 41,5 de fiebre, pero lo más importante es lo que nadie sabe: el origen de esa destemplanza que le cierra los ojos y le quita las ganas de ser niño. Vicent no corre desde hace tres días. Tampoco come, aunque en sus pocos años de vida tampoco ha comido demasiado. Su madre murió cuando era un bebé y su padre tiene que salir a trabajar. A veces no vuelve en semanas.
En Eastleigh, la barriada de Nairobi que es una metáfora de África en diminuto,
con sus negocios informales pero boyantes, sus refugiados por miles,
distribuidos como una pegada geológica de los conflictos que se van
sucediendo en el continente, sus calles vibrantes y sus casas oscuras,
apenas hay trabajo. Hay dinero, pero no hay trabajo.
Aquí los negocios generan un volumen anual de 24,5 millones de euros,
casi un tercio de todo lo que se factura en Nairobi. Aquí está la sede
compañías de autobuses y aerolíneas que viajan por todo el Cuerno de
África. También algunos de los restaurantes indios más populares y las
plazas que más facturan del capital: venden telas, maletas o incluso lo
que la madre de un joven refugiado pueda necesitar en su país de origen.
Aquí residen 200.000 somalíes. También buena parte de los 10.000 oromo que huyeron de Etiopía en este año. De unos meses aquí, los últimos en llegar han sido los yemeníes. Por eso, hay quien empieza a llamar al barrio ‘Little Saná’.
La diáspora marca la vida diaria en Eastleigh. Los
hombres adultos salen a primera hora a revisar los transportes que
viajan por toda la región: se envían mercancías, personas y dinero —este
último a través del hawala, un sistema tradicional de envío de remesas
al margen del sistema tradicional de bancos. Es el gran negocio del
barrio. Para los que están al margen, los últimos en llegar o los
desheredados de un ecosistema dirigido por el poder de los clanes
familiares, quedan los negocios informales: la construcción o la venta ambulante. Es a lo que se dedica el padre de Vincent. A trabajar y a beber.
Más allá de Juja Road, la avenida que conduce al centro
de Nairobi, los habitantes de Eastleigh no son bienvenidos. Es un
fenómeno llamativo, señala una joven de pelo trenzado, gafas de sol y un
negocio de venta de bolsos, “porque nosotros vamos habitualmente allí a
comprar, pero no es un sitio para muzungus", como se conoce aquí a los occidentales. El barrio tiene fama de peligroso, especialmente desde que Hollywood inmortalizó sus calles
como un refugio de radicales de Al Shabab, el movimiento radical
asociado a Al Qaeda que controla de buena parte de las zonas rurales del
sur de Somalia. Los hay, pero son un grupo minúsculo, aseguran varios
líderes vecinales que prefieren no ser citados.
Desde el ataque el Westgate, que dejó más de 70 muertos y 200 heridos en pleno epicentro comercial de Nairobi, la sociedad keniana vive bajo un síndrome de estrés postraumático: se han multiplicado los controles en las puertas de los centros comerciales, las detenciones arbitrarias y ejecuciones extrajudiciales.
“Todo está sometido a la ley de seguridad nacional, aprobada para
combatir a Al Shabab, pero que en realidad se está usando para controlar
a la disidencia interna”, alerta el famoso dibujante y activista
Patrick Gathara.
Las fuerzas de seguridad entran por la fuerza en las
viviendas de Eastleigh. Se llevan a los chicos, que al día siguiente son
presentados por la prensa como delincuentes o potenciales terroristas.
Algunos puede que lo sean. Muchos no. Esta campaña, ya denunciada por organizaciones como Human Rights Watch, no hace más que alimentar el estigma sobre el barrio. Condenarlo. Dejarlo sin medicinas es parte de esa condena.
El último envío de medicamentos, hace seis meses
El despacho del doctor Monari tiene la luz
encendida. Es el único dispendio de una habitación sencilla, de paredes
ocres, ventanas enrejadas y carpetas acumuladas por mesa y estantes.
Afuera, en la sala de espera, hay una veintena de personas. Todas son
mujeres o niños. Uno de ellos es Vincent.
Solomon Monari, que lleva tanto tiempo en Eastleigh
como para conocer a sus pacientes sin sus historiales, le toma la
temperatura. Sigue demasiado alta. 41,5. De una estantería de la sala de
consulta toma una garrafa. La de color rosa. Le da una cucharada antes
de volver a auscultarlo. A la mujer que lo sostiene en brazos, la vecina
que trajo al pequeño a la clínica, le entrega un paquete. Son antibióticos. De los últimos que le quedan.
“No recuerdo exactamente la última vez que recibimos medicamentos por
parte del Gobierno. Hace más de seis meses, eso seguro”, denuncia sin
alzar la voz, como se denuncian siempre las rebeliones que nacen de la
conciencia.
“No recuerdo exactamente la última vez que recibimos medicamentos por parte del Gobierno. Hace más de seis meses, eso seguro”
La
clínica Biafra está al final de la Primera Avenida, en pleno centro de
Eastleigh, a pocos metros de un centro comercial y de un taller de
motos. Para llegar a ella hay que atravesar una carretera con dos
carriles cuya mediana está tapiada por la propia basura: hay varios
hombres durmiendo ahí. El principal centro de atención primaria de
Eastleigh se parece demasiado al resto de centros de atención primaria
del país. Los que financia el gobierno no tienen grandes ventanales ni
muchas veces equipos con los que realizar una analítica. Por no tener, habitualmente no tienen ni medicamentos. Lo que tienen, siempre, es mucha gente.
Se estima que la clínica Biafra debe dar cobertura sanitaria a más de
100.000 personas. “Pero el problema es que la población aquí viene y va,
se mueven a otros slums y es difícil hacer seguimiento”, señala
Salomon.
Especialmente cuando se ha acabado todo. Hasta las
cartillas médicas. “Las madres tienen que apuntar las vacunas recibidas
en una libreta”, confiesa una de las enfermeras, mientras avanza en su
ronda entre los pequeños. “La inmunización es la prioridad”: sarampión,
difteria, tuberculosis, rotavirus y polio. “No queremos que ningún niño
pierda su dosis”.
“Solo con la inmunización podemos evitar que
enfermedades como la tuberculosis se conviertan en una pandemia”, retoma
Monaria la palabra. Según un estudio de la ONU, cada año mueren en África alrededor de 1,6 millones de personas a causa de malaria, tuberculosis o VIH,
enfermedades que pueden ser prevenidas o tratadas con medicamentos. El
continente africano importa el 70% de sus fármacos y el suministro que
arriba es completamente insuficiente. “Muchos gobiernos africanos gastan
una cantidad desproporcionada de sus escasos fondos en la búsqueda de
medicamentos”, alertaba el pasado año el ex secretario ejecutivo de la
comisión económica para África de la ONU, Carlos Lopes. Barriadas como la de Eastleigh, son el último lugar al que llegan las remesas de medicinas.
“Aquí siempre nos estamos quedando sin medicamentos, siempre necesitamos más”,
alerta el doctor Monari. A Vicent lo está tratando con paracetamol y
antibióticos. “No sé lo que tiene, lo estoy tratando a ciegas”.
Sin poder diagnosticar
El gran problema del sistema de atención primaria en
África del Este es, en realidad, la falta de equipamiento que permita
optimizar los tratamientos simplemente conociendo a qué enfermedad se
enfrentan. “Aquí trabajamos en función de los síntomas, ¿qué otra cosa podemos hacer?”. De la mano de la ONG española Farmamundi, y de su socio local Hesed, han construido un laboratorio junto a la clínica. “Nos va a ayudar mucho”, sentencia Monari.
Hasta ahora, cuando necesitaban una prueba pedían a
los pacientes que acudiesen a un centro privada a hacerlo. “La mayoría
no volvían aquí y los que lo hacían a veces no traen las pruebas que les
hemos pedido”. Una prueba simple de hemoglobina cuesta 4 euros, en un
lugar donde el sueldo no suele superar los 3 euros diarios. Cuando hay
sueldo. “Para ellos”, continúa el responsable de la clínica, “la
prioridad no es la salud, lo es comer”.
Pese al apoyo de la cooperación —que realiza envíos
periódicos de medicamentos—, la clínica no puede hacer frente más que a
los casos mínimos. Esta misma semana tuvo que ser referido a otro
hospital de Nairobi un paciente con neumonía. Como lo son cada mes los
enfermos de diabetes. “Como médico me entristece. Si tuviéramos material adecuado podríamos tratarlos, pero así, ¿qué otra cosa puedo hacer?”.
Preguntas sin respuestas
“Hace unos meses”, continúa, “vino a la clínica una mujer embarazada. Tenía VIH y necesitaba varias medicinas y suplementos. No los teníamos
y ella tampoco podía pagarlos. Desapareció, no la vi durante semanas,
hasta que hará algo más de diez días la volví a encontrar. Ya no estaba embarazada ni tenía ningún bebé”.
Aunque en Eastleigh están acostumbrados a ver morir a
los suyos, eso no hace que duela menos. Si no le baja la temperatura,
Vincent también morirá. Su padre ha abierto la puerta de la sala, pero
no se ha quedado a escuchar las recomendaciones de Solomon. Tenía que
volver a salir. El pequeño lo sigue con la mirada cuando se marcha. Es la única vez que llora.
¿Y qué va a pasar con él?
“Es un niño muy fuerte. Lo normal es que en su
estado tuviese convulsiones ya, pero por ahora está aguantando. Lo iré a
visitar mañana a su casa. Si no le baja la fiebre lo referiré a otro
hospital”. Otra cosa será que su padre lo lleve allí.
Pero eso es todo lo que el doctor Solomon puede hacer
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Y ya que viene al caso, añado una nota personal que confirma la crudeza de estos datos:
En clase de catellano medio para refugiados,en el Centro de Acogida del barrio en que coopero, observo a Alassan, uno de los alumnos de Costa de Marfil, que me mira fijamente el pelo ( que es gris, casi blanco), y me dice:
-Cuando miro tu pelo, pienso que en Côte d'Avoire, mi país, no hay nadie con el pelo blanco como tú.
Y yo, en la inopia, le digo:
-¿Y eso es porque a la gente mayor no le salen canas?
-No, que va. Es que allí nadie llega a hacerse mayor. Todos se mueren antes de que les salgan las canas. Mis padres y mis abuelos han muerto entre los cuarenta y los cincuenta años...y me dejaron un dinero para que me fuese y no me pasase lo que a ellos, por eso estoy aquí ahora, a ver si puedo ser el primero de la familia que le dé tiempo a que le salgan canas.
Y no puedo evitar pensar en la gente de izquierdas que quiere limitar el salvamento de vidas y la acogida de migrantes, -como la Italia de Salvini, la Hungría de Orban o Donald Tump,olvidando la responsablidad y laeuda histórica del Occidente "cristiano" con el Tercer Mundo al que durante siglos de depredación, su avidez y su crueldad "legales" han dado lugar. Tremendo
Y no puedo evitar pensar en la gente de izquierdas que quiere limitar el salvamento de vidas y la acogida de migrantes, -como la Italia de Salvini, la Hungría de Orban o Donald Tump,olvidando la responsablidad y laeuda histórica del Occidente "cristiano" con el Tercer Mundo al que durante siglos de depredación, su avidez y su crueldad "legales" han dado lugar. Tremendo
En fin...
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