Los olvidados
Un día, en mi alpinismo transgresor, llegué hasta un punto
estratégico de la biblioteca y me hice con un par de libros prohibidos
El libro era, lo tengo grabado a fuego, “Los olvidados. Los exiliados españoles en la Segunda Guerra Mundial” de Antonio Vilanova
El libro era, lo tengo grabado a fuego, “Los olvidados. Los exiliados españoles en la Segunda Guerra Mundial” de Antonio Vilanova

“Obedeciendo a una ley inexorable,la historia niega a los contemporáneos la posibilidad de conocer en sus inicios los grandes movimientos que determinan su época (...)por eso no recuerdo ni cuándo ni dónde oí por primera vez el nombre de Hitler”.
El mundo de ayer. Memorias de un europeo. Stefan Zweig
Hay recuerdos que se convierten en improntas. Imágenes
que nos conforman y nos constituyen. No puedo, en los tiempos de Twitter
en los que hasta el dato más honesto se discute, afirmar cuántos años
tenía cuando trepaba y me encaramaba hasta los estantes más altos de la
librería que presidía como un retablo el salón de mi hogar de infancia.
Menos de diez y más de cinco. En ese intervalo de inocencia inscribo la
anécdota que me habita con tanta fuerza que no he podido por menos que
rememorar en estos días pasados con toda su desazón y malestar y temor.
No recuerdo una época de mi vida sin libros. Los míos poblaban mi
cuarto y llenaban mi imaginación y mi ocio, pero yo sabía que lo
prohibido habitaba en otros lares. En las baldas altas se almacenaba lo
que no debía estar a mi alcance que era, obvio, lo que yo con más ansia
deseaba. Más allá de la altura, en las segundas filas estaba el manjar
que me era negado no sólo a mí sino a todos los españoles. Los libros
que había que esconder. Uno nunca olvida que había libros que no podían
estar a la vista y que viajaban bajo el forro de tela de las maletas,
que había sido convenientemente rasgado, cuando mi padre regresaba de
París al menos tres veces al año. El regreso de aquellos viajes de
trabajo, en la España franquista en la que en provincias nadie se
meneaba más allá de la comarca, era una fiesta. Lo era porque volvía
papá, lo era porque siempre había un juguete y un cargamento de extrañas
y sofisticadas delicias insospechadas entonces a este lado de la
frontera -un desfile interminable de quesos o de patés que se tomaban
con extraños pepinillos más deliciosos por llamarse cournichons o....- y
en los que siempre había un gesto rápido para extraer de un golpe de
mano, junto con la mercadería mágica, los libros de Ruedo Ibérico
pasados de extranjis por la frontera.
Así que un día,
en mi alpinismo transgresor, llegué hasta un punto estratégico de la
biblioteca y me hice con un par de libros prohibidos. Me los llevé a
escondidas para mirarlos, a sabiendas de que a simple vista su falta no
me delataría. No creo que llegara a leer más allá de fragmentos, pero
uno de ellos marcó mi espíritu para siempre. Sólo por eso soy consciente
de hasta qué punto hay determinadas cosas a las que las psiques blancas
y blandas como cera virgen de los niños no deben ser expuestas
demasiado pronto. El libro era, lo tengo grabado a fuego, “Los
olvidados. Los exiliados españoles en la Segunda Guerra Mundial” de
Antonio Vilanova. El libro era un tocho, pero tenía muchas páginas con
fotografías... y este fue el impacto imborrable. Las fotografías
recogían las primeras imágenes de los campos de exterminio nazi que yo
pude ver en mi vida y que la inmensa mayoría de los adultos que me
rodeaban no había visto jamás. Aquellos cuerpos cadavéricos de
compatriotas sonriendo a la cámara del liberador, todo caderas, todo
piel, todo dolor. Aquellos montones informes de seres humanos despojados
de toda humanidad que era casi peor que el despojo de su vida. Aquel
horror que me dejó atónita porque jamás había visto tamaña maldad ni
tanta muerte, ni siquiera en la ficción, y porque ya sabía que las
fotografías reflejaban algo real y que nunca jamás iba a poder apartar
ya de mi mente. Aquella monstruosidad que me producía pesadillas y de la
que no podía hablar con nadie, con mis padres porque hubiera tenido que
reconocer que había cogido lo que no debía, con mis amigos o profesores
porque sabía que metería en un lío a mi familia si se sabía que traían
libros prohibidos de Francia.
Aquel primer trauma que
me preparó para no soportar jamás ni la tortura, ni las ejecuciones ni
la falta de libertad, porque yo sabía que no había libertad ni siquiera
para llorar el daño que te habías auto infligido.
Así
que cuando oí al edil del PP de Gijón el otro día oponerse a la
iniciativa para rendir homenaje a las víctimas asturianas de los campos
de concentración me volví a estremecer. Cuando veo glorificar la idea de
un dictador que dicen que no lo fue, sin recordar su intervención y la
de su cuñado Serrano Suñer, para colaborar en el exterminio de estos
españoles que se batieron por la libertad aquí y en Europa, me sigo
estremeciendo. Y recuerdo una y otra vez las experiencias de todos los
intelectuales que nos relataron cómo Europa se tornó negra y se volvió
asesina antes sus ojos sin que nadie fuera capaz de entender qué sucedía
ni hasta qué punto marcaría sus vidas y supondría la muerte de millones
de contemporáneos.
Mi anécdota sólo era un fragmento
personal de realidad para recordar que en España se vivió de espaldas
al horror que asolaba Europa, en parte porque existía uno demasiado
cercano, en parte porque toda información fue vedada. En el Parlamento
Europeo hay hijos muy directos de aquel genocidio que aún no anidan en
la posverdad temible y blanqueadora. Por eso ha sido muy buena noticia
que nos hayan recordado esta semana que “la Unión Europea se fundamente
en el respeto a la dignidad humana, la democracia, la libertad, la
igualdad, el Estado de Derecho y el respeto a los derechos humanos”,
porque hay veces en los que ya uno no sabe cómo acallar tanta mentira,
tanta reescritura de la historia y tanta banalidad... del mal. Europa
teme el resurgir del fascismo y sólo del fascismo y la equidistante
derecha española tendrá menos argumentos para esgrimir que tan mala es
la ultraderecha como esa ultraizquierda cuyo auge nadie ve, salvo ellos
mismos. Por eso urge “la ilegalización de las fundaciones que exalten o
glorifiquen al fascismo” y, añado yo, urge que dejemos de darles carta
de naturaleza como si fueran un actor político equiparable al resto de
los existentes en democracia.
Por eso espero que con
esta resolución y la acción del gobierno enterremos de una vez por todas
el nefando debate que hemos mantenido este verano y que dejemos de
blanquear ese horror que a duras penas yo consigo mantener controlado en
mi mente y que acepto que así sea como tampoco se puede borrar de la
memoria colectiva de la Europa demócrata.
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