Esto no puede estar pasando
Cuarto capítulo de 'Buscando a Franco': lee
aquí el anterior capítulo de la novela por entregas escrita por Isaac
Rosa e ilustrada por Manel Fontdevila que eldiario.es publica
diariamente este verano
Resumen de lo publicado: Pasan los días en el Valle de los Caídos, mientras la joven periodista Carmela espera el inminente desenterramiento de Franco. Hasta que una noche José Antonio, el franquista emprendedor, la despierta.
Resumen de lo publicado: Pasan los días en el Valle de los Caídos, mientras la joven periodista Carmela espera el inminente desenterramiento de Franco. Hasta que una noche José Antonio, el franquista emprendedor, la despierta.
Abrí los ojos sin saber bien dónde estaba. Acurrucada en el saco de
dormir, solo veía sobre mí una figura oscura recortada contra el cielo
estrellado y la enorme cruz a su espalda, como si le saliera de la
cabeza. Era José Antonio, el emprendedor, que me hablaba en voz baja:
–Espabila y sígueme.
–¿Qué hora es?
–La hora en que tu carrera dará un vuelco. Querías una foto, ¿no? Pues prepara la cámara.
–¿Lo están desenterrando ya? –pregunté, y José Antonio me tapó la boca
para que no despertase a los que alrededor dormían con placidez
franquista.

Me cogió del brazo y me llevó hacia la entrada de la
basílica, que recordaba a una boca de metro. La dejaban abierta por la
noche por si alguien quería rezar. Los primeros días había una guardia
permanente junto a la tumba, jóvenes con camisa azul se turnaban para no
dejar solo a su Caudillo.
Pero ahora no había nadie.
Miré el reloj del móvil: las cinco y cuarto. Avanzamos por el pasillo
central de la nave. Alrededor todo era penumbra, con esas lámparas que
imitan velas y que dejaban en sombra el rostro de las enormes estatuas
en lo alto. Aquello era el túnel del terror. La voz de José Antonio
hacía eco en la bóveda:
–Dicen que el gobierno tiene
ya todo preparado, y que lo sacarán aunque la familia se niegue. Puede
ser mañana mismo. Piensan echarlo en un osario, ¿te das cuenta? No
podemos esperar cantando cancioncitas a que vengan a llevárselo.
Hizo una pausa dramática mientras rodeábamos el altar, hasta estar frente a la tumba:
–Nos lo llevaremos nosotros, antes de que lo profanen.
–¿Nosotros? ¿Quién va a…?
–Tú y yo, Carmencita. Yo te consigo tu foto, y más que eso, el notición
del siglo: la operación de salvamento de Franco. Podemos ir a medias
con lo que saques por ella. Se la rifarán los periódicos. A cambio, tú
me ayudas a sacarlo.
–Pero, ¿cómo vamos a…?
–Es más fácil de lo que la gente cree. Impresiona mucho la lápida…
–Mil quinientos kilos. Lo leí en Wikipedia.
–Ya te digo yo que no es para tanto. Se lo oí contar al mismísimo responsable de colocarla. Entre los dos la movemos.
–¿Tú y yo? Pero…
–Mira esto y luego me cuentas:
Me puso delante su teléfono. En la pantalla comenzó un vídeo de un reportaje televisivo.
–Es del día que lo enterraron. Atenta…
Vi a varios hombres metiendo el ataúd en la tumba. Lo descolgaron con
cuerdas, lentamente, mientras alrededor la gente ponía cara de funeral.
Señorones con uniforme militar secándose las lagrimitas.
–Ahora viene lo bueno.
Entre cuatro o cinco deslizaron la losa sobre el sepulcro, como si
fuese una sábana. Sin esfuerzo, empujándola con los dedos,
sorprendentemente ligera. José Antonio congeló la imagen y señaló los
rodillos que bajo la lápida la hacían correr por el suelo, mientras me
explicaba la maniobra:
–Mira, ahora colocan un gato
en cada extremo, un gato como los de cambiar una rueda de coche. Así la
soportan en alto, sacan los rodillos y la bajan despacio hasta
encajarla. Eso mismo haremos nosotros –y puso el vídeo marcha atrás, de
forma que parecía que en vez de colocarla la estaban retirando.
Aparté los ojos del teléfono y vi en el suelo, junto a los ramos de
flores, dos gatos hidráulicos, varias barras cilíndricas y un par de
palancas. Aquello iba en serio.
–Tenemos que ser dos, para manejar los gatos a la vez.
–¿Y por qué yo? Ahí afuera hay cientos de los tuyos.
–Porque eres joven, y los jóvenes saben que “lo único imposible es aquello que no intentas”.
–¿Esa también es de Franco?
–Y porque no me fío de esos. No quieren salvar al Caudillo, quieren hacer del Valle otro Alcázar.
–¿Qué es el Alcázar?
En pocos minutos José Antonio levantó una loseta junto a la cabecera y
otra a los pies de la tumba, y allí encajó los gatos. A sus órdenes, fui
girando la manivela. La lápida crujió un instante interminable, hasta
que se alzó unos centímetros.
–Esto no puede estar pasando –dije.
Cuando la hubimos levantado lo suficiente, José Antonio metió por
debajo los rodillos, que asomaban a los lados como los mandos de un
futbolín.
–El futbolín, otro invento de un emprendedor español.
Yo miraba hacia el fondo de la basílica. En cualquier momento entrarían
los caballeros templarios, los jóvenes tatuados con esvásticas, el ex
secretario, las monjas, y nos pillarían como a ladrones de tumbas.
–Allá vamos –sonrió José Antonio, y empujamos la losa como en el vídeo.
Se deslizó obediente sobre los rodillos hasta dejar a la vista el
interior como un pozo.
–Esto no puede estar pasando.
José Antonio alumbró con el móvil. Ahí estaba, como un mueble viejo,
con un cristo encima, una bandera de España y el envoltorio de flores
desintegradas.
Mi compañero de aventura se arrodilló,
unió las manos y rezó en silencio. Menudo momento para oraciones, me
dije mirando a la puerta y pensando qué le diría a los nazis cuando nos
sorprendiesen.
–Prepara la cámara, Carmencita, que llegó tu momento.
De acuerdo, aquello era un disparate, pero ya que había llegado hasta
allí, no iba a dejar pasar la foto histórica. Me puse a disparar como
loca, mientras José Antonio se metía en el pozo. Con una pierna a cada
lado del ataúd, forcejeó unos segundos y por fin levantó la tapa. Diría
que subió hasta mí un chorro de aire fétido, pero seguramente es un
añadido de mi memoria, por el asco tan grande que me dio ver aquel
cuerpecito amojamado que no rellenaba ya el uniforme de Generalísimo, de
Caudillo, de Emprendedor o lo que fuese aquella ropa pomposa con
encajes, botones dorados y medallitas.
Dirigí el
teléfono hacia la momia, toqué la pantalla para ajustar bien la luz, y
apreté el botón de la foto que iba a lanzarme al estrellato
periodístico.
–Joder, memoria llena. Espera, que tengo que borrar fotos.
–No hay tiempo, niña –dijo José Antonio, metió las manos en el féretro y
levantó el cuerpo en brazos, como si fuera un niño dormido. “Toma,
cógelo tú desde arriba”, me dijo.
–Ni loca –en cualquier momento iba a vomitar.
–Que no muerde, venga.
Pero como yo me negué a tocarlo, se puso de puntillas sobre el ataúd y
llegó apenas para posarlo en el borde del sepulcro. Lo dejó ahí, con una
piernecilla colgando de la que se soltó un zapato por falta de relleno.
José Antonio salió del agujero, empujó la losa sobre los rodillos de
vuelta a su sitio, colocó otra vez los gatos, y me dio órdenes para que
le ayudase a cerrar la tumba. Pero yo estaba tan paralizada que lo tuvo
que hacer él solo. Uno de los gatos se soltó y la lápida encajó de
golpe, resonando el estruendo en la bóveda. Ahora sí que se iban a
despertar los templarios.
Colocó deprisa las losetas arrancadas, recogió todos los hierros y me apremió:
–¿Qué prefieres llevar tú?
Miré a Franco acostado en un banco de la basílica, y ni me lo pensé.
Agarré los rodillos y los dos gatos, y eché a andar detrás de José
Antonio, que cargó en brazos al Caudillo.
–Espera,
¿adónde vamos? –pregunté, como recuperando de pronto la lucidez. Qué
hacía yo a las seis de la madrugada en el Valle de los Caídos robando el
cadáver de Franco. A dónde vas, Carmela.
–Vamos a poner a salvo a Franco –contestó, camino de la puerta trasera.
–Yo no voy. Esto es… –balbuceé.
–Si quieres, puedes quedarte y darle explicaciones a esos –y señaló
hacia la puerta principal, por donde entraban varios hombres atraídos
por el ruido. Entre ellos me pareció reconocer a uno de los jóvenes con
tatuaje nazi.
“Hola, esto no es lo que parece”. Me imaginé diciendo algo así, con las herramientas en las manos.
–¿Qué, te vienes o te quedas?
Tenía que tomar una decisión.
–Esto no puede estar pasando.
Continuará mañana...
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