Ejercicio encanallado de la función jurisdiccional
Pocas cosas afectan tanto a la convivencia como la pérdida de
confianza en la administración de justicia; y dicha pérdida es
inevitable cuando una decisión judicial no se entiende
Es lo que ocurrió con la sentencia de “la manada” y lo que está ocurriendo con la sentencia de “Juana Rivas”
Es lo que ocurrió con la sentencia de “la manada” y lo que está ocurriendo con la sentencia de “Juana Rivas”

Es obvio que las
decisiones judiciales no pueden ser sometidas a ratificación popular. El
principio de “exclusividad jurisdiccional”, que está presente entre los
principios constitucionales relativos al poder judicial en todos los
Estados democráticamente constituidos, exige que sean jueces y
magistrados los únicos que puedan administrar justicia, así como también
que los jueces y magistrados no puedan hacer otra cosa que administrar
justicia. El Poder Judicial es un compartimento estanco en el interior
del Estado Constitucional. No se puede penetrar en él desde fuera, pero
tampoco él puede proyectarse hacia el exterior. Esto es lo que quiso
decir Montesquieu en su famoso capítulo “Del Espíritu de las Leyes”
sobre la división de poderes al calificarlo como “invisible y nulo”.
Únicamente los jueces y magistrados pueden, por tanto, administrar
justicia y una decisión judicial únicamente puede ser corregida en el
interior del poder judicial a través del sistema de recursos. Esto no
puede ser siquiera sometido a discusión, a menos que nos situemos fuera
del “Estado de Derecho”.
Ahora bien, la Constitución en el artículo 117.1 dice
que “la justicia emana del pueblo”. Son las primeras palabras del primer
artículo del Título VI de la Constitución, “Del Poder Judicial”. Esto
es lo primero que el constituyente subraya respecto de dicho poder. La
justicia “se administra” por jueces y magistrados, pero dicha
administración tiene que “emanar del pueblo”.
Hacer visible que
la “justicia emana del pueblo” es, en consecuencia, la primera
obligación de jueces y magistrados en el ejercicio de la función
jurisdiccional. Y es una obligación que exige dos cosas:
La primera es un respeto escrupuloso al principio de legitimidad
democrática que se expresa a través “de la sumisión del juez al imperio
de la ley” (art. 117.1 CE). A diferencia de los poderes de naturaleza
política, legislativo y ejecutivo, cuya legitimidad democrática es
visible, porque son elegidos periódicamente por los ciudadanos, la
legitimidad del poder judicial no lo es. El juez tiene, por tanto, que
hacerla visible, Tiene que justificar que no es su “voluntad particular”
sino la “voluntad general” la que se impone con la sentencia que él
dicta. La subjetividad del juez debe brillar por su ausencia. Cuando
esto no ocurre, es una señal de que no se está ejerciendo la función
jurisdiccional de manera apropiada.
Ahora bien, el
respeto del principio de legitimidad democrática es condición necesaria,
pero no suficiente. Hace falta algo más. La interpretación de la ley
tiene que hacerse de manera que resulte inteligible para la opinión
pública. No es imprescindible que la comparta, pero sí lo es que no le
repugne.
Y ello exige un esfuerzo de empatía por
parte del juez, que no es fácil. Y no lo es porque los ciudadanos que
ejercen la función jurisdiccional no son no ya “representativos” sino ni
siquiera “expresivos” del “pueblo”, del que emana la justicia que ellos
administran. Más bien todo lo contrario. El juez es un técnico, un
especialista, que adquiere la condición de juez después de haber
obtenido la licenciatura en Derecho y de haber superado unas pruebas
acreditativas de su capacidad muy exigentes. El juez se caracteriza, en
consecuencia, no por parecerse a los demás ciudadanos, sino por no
parecerse a ellos. No hay nada más extraño al ciudadano en el proceso de
administración de justicia que el juez que la imparte.
Y sin embargo, ese especialista tiene que convencer con la
fundamentación jurídica de la sentencia que está aplicando de manera
independiente e imparcial la ley. De que es la “voluntad general” y no
“su voluntad particular” la que figura en la sentencia. Convencer a la
sociedad y no a quienes han sido partes en el proceso, cuya opinión está
condicionada por su condición de parte. El juez tiene que tener, como
decía Jefferson, un “respeto decente a la opinión pública”, tiene que
conseguir que la ciudadanía acepte su independencia e imparcialidad en
el proceso de administración de justicia. Y eso únicamente lo puede
conseguir con la fuerza persuasiva de su argumentación.
Si no es así, el proceso de administración de justicia se encanalla y
se convierte en lo contrario de lo que debe ser. Pocas cosas afectan
tanto a la convivencia como la pérdida de confianza en la administración
de justicia. Y dicha pérdida es inevitable cuando una decisión judicial
no se entiende. En tales casos es cuando suele producirse un rechazo
espontáneo y masivo contra esas decisiones judiciales encanalladas. Es
lo que ocurrió con la sentencia de “la manada” y lo que está ocurriendo
con la sentencia de “Juana Rivas”. La reacción ciudadana cuando se
produce de la forma en que se ha producido en estos casos, es la
certificación de que se ha producido un ejercicio desviado, encanallado
de la potestad jurisdiccional.
Y ese ejercicio
desviado y encanallado, como dijo la Ministra Isabel Celáa tras hacerse
pública la sentencia de Juana Rivas, duele. Cuando llueve sobre mojado,
duele todavía más.
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