El optimismo que salva vidas: qué puede aprender Occidente de África
En Estados Unidos, donde doy clase, los problemas de salud mental
son abundantes. En Nigeria, la pobreza es común, pero no falta
esperanza. ¿Por qué?
Nigeria, como la mayor parte de
países africanos, ha recibido lecciones y órdenes desde su
independencia. Es en gran parte vista por el resto del mundo como un
receptáculo de ideas en lugar de un generador de ellas. ¿Pero hay algo
que el mundo pueda aprender de nosotros? Durante las últimas semanas en
Nigeria he entrevistado a unos 40 desconocidos cuyas vidas, como las de
la mayoría en este país, están sumidas en la necesidad y el sufrimiento.
Por todos lados, la gente camina sin prisa a punto de sudar, en su piel
se observa el grado de privación. Mires donde mires, hay una llamativa
falta de oportunidades. Los mendigos merodean desnudos o envueltos en
harapos, mostrando sus dolencias como pancarta para pedir ayuda. Incluso
aquellos nigerianos que van vestidos –muchos de ellos de forma
llamativa– parece que necesitan urgentemente comida, anhelando alcanzar
un determinado sueño.
Unos días antes del viaje, había hablado con un grupo de
jóvenes estudiantes matriculados en un programa de orientación en una
universidad estadounidense. Mi amigo que dirige el proyecto me dijo que
muchos estudiantes llegaron con pensamientos suicidas y me habló de la
dificultad de intentar alejarles de ese agujero.
Este
fenómeno –de llegar al borde de la vida y de que esta pierda
significado a causa de la adversidad– era algo que no habría percibido
hace unos años cuando vivía en Nigeria. Pero habiendo vivido en Estados
Unidos los últimos cinco años, conocido a amigos que sufren depresión y
visto cómo, en mis tres años de enseñanza en la universidad, todos los
años varios estudiantes jóvenes se suicidaban, he empezado a entenderlo.
Hay muchas cosas que pueden ocurrir y que pueden ser demasiado para que
un joven, o cualquier persona, las pueda soportar. En el primer día de
clase, a menudo pido a mis alumnos de escritura creativa que escriban
sobre su infancia. Muchas veces estos estudiantes se ven obligados a
enfrentarse a su pasado: el padre que huyó y les entregó a los servicios
de acogida, la madre empleada en dos trabajos para criarles, el abuelo
que les llevaba a la granja a diario. Y cuando escriben ficción, la
mayor parte está llena de historias sobre seres queridos que han muerto o
sobre circunstancias extremas. Sus vidas, a pesar de vivir en la nación
más próspera en la historia mundial, están atrapadas, heridas e incluso
hechas añicos.
En Nigeria, la mayor parte de la
gente con la que hablé tenían vidas difíciles, pero en un país golpeado
por la pobreza. Había un hombre que trabajaba en turnos de 24 horas como
agente de seguridad en un hotel de tamaño mediano, un sastre que
sobrevivía con una máquina de coser del siglo XIX, un hombre con tres
hijos que vivía con unos ingresos de entre 50 y 56 euros que conseguía
vendiendo libros usados y desgastados, un hombre con la cara desfigurada
a causa de la explosión de un generador, un taxista cuyo coche estaba
tan viejo y destartalado que él y yo tuvimos que empujarlo dos veces
para arrancarlo y desde el cual se podía ver el asfalto de la carretera a
través de un agujero. A todos les pregunté una cosa: ¿eres feliz?
La mayoría dijo que era feliz, aunque no del todo. Parte de ellos dijo
que no eran felices por su situación. Solo una de estas casi 40 personas
dijo que estaba deprimida. ¿Se había planteado alguna de ellas el
suicido? Muchos reaccionaban a esta pregunta sorprendidos. Otros,
conmovidos. Unos pocos me preguntaron por qué les planteaba una cuestión
tan terrible. De hecho, uno –un mecánico que vivía con menos de 170
euros mensuales cuando “las cosas van bien”– se ofendió. Sintió que le
estaba insultando y se despidió de mí.
En
ningún momento ninguno se había planteado la idea de dejar de vivir. No
podían entender cómo alguien podía sugerir tal cosa. Era algo insólito,
algo de lo que habían oído hablar, pero totalmente ajeno a los
nigerianos.
¿Por qué? Me preguntaba. ¿Por qué estas
adversidades, esta falta de esperanza y esta gran y demoledora pobreza y
sufrimiento no les llevan a ese punto? Las respuestas son generalmente
uniformes: no había falta de esperanza. Cualquiera que sea la situación,
los nigerianos a menudo creen que las cosas cambiarán algún día.
Un conductor que no había podido trabajar durante días porque no tenía
las 7.000 nairas (17 euros) necesarias para arreglar el limpiaparabrisas
me dijo: “El sufrimiento a menudo es algo bueno. Cristo dijo que en
este mundo había sufrimiento”. Él argumentaba que era el estado
necesario del mundo. “Si vivieses en un mundo sin sufrimiento, no sería
normal. Eso pondría triste a cualquiera”.
Las investigaciones sobre felicidad no arrojan una conclusión común. Una encuesta de 2011 reveló que Nigeria era el pueblo más feliz del mundo e
investigaciones recientes han puesto a las naciones más pobres por
encima de las más ricas. Una cosa está clara: no es la calidad de vida
la que determina la forma en que vive la gente y cómo percibe el mundo.
Es más bien su optimismo.
Existe una creencia
inquebrantable de que, no importa lo que tarde, las cosas volverán a ir
bien. Pregunta al hombre que gana 50 euros al mes cómo se va a dar la
vuelta a la situación. No puede decírtelo, pero sabe que ocurrirá. Y si
efectivamente las cosas irán bien, ¿cómo puede estar deprimido? En otras
palabras, el sufrimiento es un estado carcelario temporal en la que se
espera recibir la libertad.
Indudablemente, la fuente
de este optimismo no es racional. Una fuente, pienso, podrían ser las
creencias tradicionales transmitidas de generación en generación. En las
culturas precoloniales de muchas tribus nigerianas existía una fuerte
forma de individualismo que marcó a cada persona y que hace difícil
encontrar un nigeriano con una autoestima baja.
Por
eso el suicidio se considera la acción más indignante que puede cometer
una persona. Aquel que moría de esta forma no se le concedía un entierro
tradicional, algo que sigue ocurriendo hoy en día en algunos lugares.
Un dicho citado a menudo entre el pueblo igbo para explicar este
fenómeno es que no hay nada que puedan ver los ojos que haga llorar
sangre en lugar de lágrimas.
La otra razón para el
optimismo parece estar radicada en la profunda religiosidad de los
nigerianos. Aunque la religión es un factor que contribuye en el estado
de la nación, como también se utiliza a veces para manipular a los
pobres y entrega comida a cambio de docilidad, es la razón principal por
la que la gente es capaz de soportar las adversidades. Hay una creencia
en el más allá –una extensión de la vida que da sentido a la misma–. Si
efectivamente la vida continúa, entonces esto es solo una fase –la
escasez, enfermedad, privación–. Pronto volveré a vivir bien. Pero si la
vida acaba aquí, si todos los seres queridos que han muerto se han ido
para siempre, si no va a haber justicia por todos los males que se me
han hecho en este mundo, entonces ¿cómo puede ser posible la felicidad?
¿Se puede encontrar un antídoto similar contra la depresión en las
culturas occidentales? De hecho, el suicidio era un delito en Reino
Unido hasta 1961. Pero no parece existir una fuerza interna que mitigue
esta tendencia comparable a la que existe en el nigeriano típico. Una
razón podría ser el hecho de que la gente en Occidente (y en países
desarrollados) está tan acostumbrada a que las cosas sean estables,
funcionando e incluso al éxito, que algunas personas pueden romperse con
alteraciones relativamente menores.
Esto puede
explicar el uso preponderante de soluciones como antidepresivos y drogas
ilegales, tal y como observó la profesora Monica Swahn en un ensayo reciente.
También puede explicar por qué la religión, especialmente el
cristianismo, no parece tener un efecto tan fuerte sobre la vida en el
país más religioso de Occidente, Estados Unidos, como los tiene en los
nigerianos.
Aunque Nigeria ha fracasado en muchos
puntos donde las naciones occidentales han tenido éxito, la mentalidad
de su pueblo ha ayudado a fomentar una sensación de optimismo salvador
de vidas que cada vez está más ausente en Occidente. ¿Es la resiliencia
algo que puede aprender el mundo de los nigerianos? Quizá sea el momento
de considerarlo.
Chigozie Obioma,
nacido en Nigeria, es autor de The Fishermen y es profesor de Inglés y
Escritura Creativa en la Universidad de Nebraska-Lincoln.
Traducido por Javier Biosca Azcoiti
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