Necesitamos universidad de saberes insurrectos
José Antonio Pérez Tapias
Hay palabras y gestos que nos reconcilian con la humanidad que
somos. Cuando así ocurre experimentamos una suerte de redención, pues
esos hechos benefactores, llevados a cabo por espíritus nobles, nos
rescatan de las miserias en las que nos vemos inmersos.
Ha sido el filósofo Emilio Lledó quien nos ha echado una mano salvífica
,
ayudándonos a levantar la cabeza, por lo menos, estando en medio del
lodazal. Mente lúcida y virtud cívica se han aunado, una vez más, en él
para
rechazar la Medalla de Oro
con la que le iba a distinguir la Comunidad de Madrid. Tal decisión ha sido explicada por él mismo como
respuesta a la indecencia con que se ha contaminado la política madrileña
por parte de quien estaba al frente de ella como presidenta de su
Ejecutivo, la señora Cristina Cifuentes, y por el partido que la ha
sostenido y jaleado hasta su dimisión, partido inmerso en diversos
procesos judiciales por la corrupción sistémica que le afecta,
especialmente en dicha comunidad autónoma.
Así pues, el profesor Lledó ha protagonizado con su gesto una protesta
totalmente justificada por lo que ha supuesto el “caso Cifuentes” de
daño a la universidad por el
abuso de poder cometido por la que fuera presidenta
–ya dimitida– al obtener un máster mediante tratos de favor y
escandalosa acumulación de irregularidades, incluyendo presuntamente la
inducción a la comisión del delito de falsedad en documento público,
amén del perjuicio ocasionado a las instituciones autonómicas,
contribuyendo de la manera más cínica al descrédito aún mayor de una
política ya de por sí muy deteriorada. Y bajando a ciertos detalles
–dejamos atrás el escabroso asunto de las imágenes, ilegalmente
conservadas, de la señora Cifuentes pillada hace años
in fraganti
llevándose sin pagar productos de un supermercado–,
no ha sido cuestión menor el ataque llevado a cabo desde el Partido Popular a la universidad pública
,
sirviéndose de lo que ha significado la impresentable
patrimonialización que muchos de sus dirigentes hacen de instituciones
del Estado, en este caso de la Universidad Rey Juan Carlos, para volver a
ese abuso de lo público en contra precisamente de la universidad
pública en general. Los efectos de tales modos de proceder sobre
instituciones políticas y académicas hacen aún más valioso y oportuno el
gesto de don Emilio Lledó, pues ese escenario hace inviable distinguir
–tratando de salvar el sentido de una distinción institucional– entre el
partido que gobierna y la institución ocupada por él, siendo
precisamente este hecho, tal ocupación, el que ha de ser también
políticamente denunciado
, como ha hecho quien iba a ser homenajeado, nuestro filósofo, con una decisión moral cargada de imprescindible rebeldía.
Si ahora, reconfortados por la decisión personal de un insigne pensador
que con ella realza la fuerza crítica de la función intelectual, pasamos
a poner en relación ese acto individual de resonancia colectiva, con la
situación de la universidad en general en la que se ha producido el
extremo del “caso Cifuentes”, podremos argumentar a favor de que el
coraje cívico del filósofo tenga su correlato en la
inexcusable
rebeldía que ha de desplegarse desde las universidades si queremos que
no sucumban en lo que respecta a su “vocación”
en medio de la vorágine mercantilista que nos arrastra. Porque, en el
fondo, la deleznable actuación consistente en utilizar el poder
democrático como dominio sobre terceros para arrancarles, gratis y sin
esfuerzo, un título universitario que para los demás es costoso en
términos económicos y de dedicación personal, se inscribe en un panorama
académico en el que las titulaciones universitarias, los másteres
especialmente, han quedado expuestos a verse reducidos a
productos ofertados a clientes
que concurren al mercado de la formación superior.
Cuando la universidad se mercantiliza, en circunstancias en las que a
las dinámicas globalizadoras más recientes se suman las tendencias
positivistas que se vienen acentuando desde décadas atrás, de modo que
la valoración economicista de las titulaciones y sus respectivos campos
de saber entronca con el desequilibrado realce de las ciencias
productoras de tecnología susceptible de aplicación industrial o de
cualesquiera otros rendimientos en clave capitalista, tenemos como
resultado que se producen perversos efectos que alteran la razón de ser
de la universidad. Ésta, cada vez más sujeta a una lógica economicista,
se ve sometida a la ley de la oferta y la demanda, bien es verdad que con la inestimable ayuda de una mano política
que ni siquiera se preocupa de camuflarse tras el velo de la invocada
mano invisible del mercado. No hace falta insistir mucho, porque queda a
la vista, en que las llamadas Humanidades llevan las de perder en tal
mercado, que cuenta, además, con un acentuado sesgo tecnocrático. Desde
las mismas Humanidades, que no son tecnofóbicas, cabe advertir que el
poder económico que acapara la tecnología se volverá en contra de la
investigación científica que instrumentaliza en cuanto ésta deje de
reportar los beneficios esperados.
Un filósofo de cuerpo entero como Lledó, no sólo con su extensa obra,
sino con el gesto que ha regalado a la ciudadanía española, invita a
rescatar para nuestra universidad lo que justamente las Humanidades
significan. Al ofrecernos un ejercicio práctico –de praxis como acción
política moralmente orientada– de “amor a la sabiduría”, es decir, de
filosofía con dignidad, Lledó bien nos puede conducir a suscribir
palabras como las que el también filósofo Derrida escribe en su libro
sobre Universidad sin condición al defender una especie de
“soberanía” para la universidad: dicha “soberanía”, como concreción de
la autonomía universitaria, es necesaria para una “incondicionalidad
crítica” que de ninguna manera se debe perder. Tal incondicionalidad
implica “un compromiso público, una responsabilidad ético-política” de
la que la universidad no puede sustraerse y que las Humanidades, dado su campo epistémico, han de representar de forma especial.Si de las páginas de Derrida pasamos a las reflexiones de Michel Foucault igualmente encontramos consideraciones indispensables. La reflexión foucaultiana, abundando en la crítica a unos saberes sometidos a un modo de entender la ciencia que implica a su vez la servidumbre respecto al capital, plantea correlativamente la necesidad de una “insurrección de los saberes” que, recogiendo la “memoria de los combates”, hagan frente a los “efectos de poder” que jerarquizan y centralizan los saberes en función de intereses económicos y de dominio político camuflados bajo las apariencias que el cientificismo se encarga de construir.
Foucault, con todo, obliga a ser conscientes de la paradoja de las Humanidades: con una pretensión transgresora que la misma literatura se encarga de mantener viva y que la filosofía, por ejemplo, quiere elevar a la máxima potencia, se encuentran en una sociedad capitalista desarrollada en la que la misma transgresión resulta amortizada y relanzada como producto según la lógica del mercado. La “normalización” de la enseñanza universitaria, decantando además la tarea del profesorado –para colmo, precarizado en un alto porcentaje– lejos de lo que de suyo implica el “profesar” un compromiso de verdad insobornable, verifica la “fuerza del enemigo” y la debilidad de las armas con las que se cuenta. No obstante, hay que resistir a la claudicación. Y no sólo a resistir, sino a seguir construyendo, ya que la universidad está emplazada a generar saberes y cultivar memoria para dar paso a esa “parresía” u osadía que lleva a decir siempre la incómoda, incluso peligrosa verdad. A veces un gesto cargado de sentido, como el de Emilio Lledó, nos indica hacia dónde, por qué y para qué hemos de ir en el mundo universitario –en nuestra sociedad, en definitiva–. Al lema recogido por Kant, “atrévete a pensar”, hay que añadirle el “atrevámonos a actuar”, precisamente para que el pensamiento no naufrague. La vida digna necesita de la sabiduría que nos ha sido testimoniada por un maestro erguido contra el envilecimiento de nuestra sociedad y la domesticación de la universidad.
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