Concentración en Pamplona contra la sentencia de La Manada.
Álvaro BarrientosAP Photo
Cuento hasta diez antes de teclear cada palabra. Me propongo
desterrar la rabia y escribir sobre lo que conozco. Desde mi
conocimiento de la lengua española, creo que el tribunal de Pamplona no
ha apreciado intimidación en lo que no fue otra cosa que una violación
múltiple, porque sus miembros pueden y porque no les ha dado la gana.
Lean los hechos probados en la sentencia, consulten el diccionario y lo
comprobarán fácilmente. La insostenible interpretación de los términos
intimidación y consentimiento viciado —si es viciado, porque el tribunal
reconoce que se obtuvo a la fuerza, gracias a la superioridad numérica
de los agresores, ¿cómo puede ser consentimiento y no existir
intimidación?— en la que se basa la calificación del delito, sólo se
explica por motivos ideológicos. Los jueces de Pamplona nos dicen que
una mujer tiene que defender su honra con sangre, que si no expone su
vida, no puede esperar que la consideren una víctima y, lo peor de todo,
que una violación en grupo, en el contexto de unas fiestas y con
alcohol de por medio, es una legítima juerga de chavalotes que igual se
han pasado un pelín, pero que sólo querían divertirse. Lo único que he
echado de menos es el tristemente célebre atenuante del instinto del
cazador, la insuperable necesidad de sexo que anula la voluntad del
macho. Con esa única excepción, la sentencia de La Manada rezuma el
viejo y eterno machismo de todos los tiempos. ¿Hace falta decirlo una
vez más? Sólo sí significa sí. No es no, y todas las violaciones son el
único y mismo delito. Yo creo a la víctima, pero interpelo a los
legisladores. Son ellos quienes tienen la obligación de cambiar los
tipos delictivos para que no vuelvan a producirse sentencias como ésta. Y
tienen que hacerlo ya.
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