
EFE
Pensaba escribir el típico artículo de opinión de
después de un atentado yihadista en Europa. Es fácil, no lleva más de
diez minutos: empiezas evocando aquella vez que estuviste en el lugar de
los hechos (Bruselas ahora), sigues recordando alguna peculiaridad
cultural de sus ciudadanos, después lo pones en relación con atentados
pasados, y a partir de ahí barra libre de frases hechas y cursiladas
sobre las vidas segadas, la barbarie ciega, la lotería de la muerte y la
convicción de que no podrán con nosotros, no se saldrán con la suya,
seguiremos siendo libres y alegres y etc. Escribirlo es como hacerse un selfie en el lugar de la explosión. Clic.
Después, lo publicamos en las mismas páginas donde también aparecen la
típica crónica de después de un atentado, la típica información de
fallos policiales de después de un atentado, el típico editorial, la
típica reconstrucción infográfica de la secuencia de ataques, las
típicas declaraciones de gobernantes, las típicas burradas contra
musulmanes o refugiados, las típicas fotografías de montañas de ramos de
flores, velas y dedicatorias; y podríamos seguir con los típicos tuits y
los típicos minuto de silencio, banderas a media asta y todos los
etcéteras que quieran, hasta la típica campaña de bombardeos en
represalia.
Cojan páginas y minutos de telediario de estos días, y
compárenlos con los de anteriores atentados en Europa. Idénticos. Y no
es que el periodismo haya creado una plantilla que le valga para cada
ocasión con solo cambiar fecha, ciudad y número de víctimas. En realidad
somos nosotros, que hemos desarrollado una férrea y consoladora rutina
post-atentado, y nos entregamos a ella desde el minuto uno, nada más
escuchar la noticia de última hora.
Nada raro, somos
animalitos de costumbres, y desarrollamos rutinas para todo, nos
acomodamos y vivimos con lo inhabitable. Cualquiera que haya pasado una
guerra o leído relatos sobre ellas sabe que la gente sigue bailando,
riendo y follando en la ciudad asediada. Pero asombra lo rápido que
hemos perfeccionado nuestra rutina, qué pocos atentados han hecho falta.
Todos recordamos con exactitud dónde estábamos y con quién el 11-S o el
11-M. Pero no nos pregunten por el 7-J de Londres, el 14-O de París o
incluso el 22-M de hace tres días en Bruselas, que no nos acordamos. Y
no digamos ya de los lejanísimos y ajenísimos 19-M de Saná, 10-O de
Ankara o 16-D de Peshawar, que ni nos enteramos.
Nos
consolamos diciendo que esta rutina es la prueba de que los terroristas
no pueden derrotarnos, que somos más fuertes que ellos y nuestras ganas
de vivir triunfan sobre sus ganas de matar. Pero en realidad lo que
demuestra es que podemos convivir con un atentado al año en Europa. Que
si esa vulnerabilidad es el precio a pagar por vivir en un mundo
convulso, lo pagaremos sin mayores quebrantos, no pediremos nada
diferente a nuestros gobernantes ni nos plantearemos mayores dilemas.
En muchos países la frecuencia es muy superior: conviven con un gran
atentado cada mes, cada pocas semanas, más el goteo diario. Pensábamos
que sus ciudadanos se acostumbraban a ello porque valoran menos la vida,
son sociedades más atrasadas, allí uno se muere de cualquier cosa…,
porque no son como nosotros, vaya. Pero qué va. Es solo que también han
construido sus rutinas. A saber hasta qué frecuencia de atentados
conseguiríamos nosotros acostumbrarnos.

Genial esta reflexión, Isaac. Directa y honda. Acertadísima. Gracias!
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