
Pedro Sánchez conversa con Albert Rivera en las Cortes Generales
EFE/J. J. Guillén
Seguramente lo primero que debe
estar considerando el votante medio, ese elector imaginario que
representaría la media del espacio donde se sitúan la mayoría del
ciudadanos, es que a Pedro Sánchez tiene que dolerle mucho la cabeza con
tanta gente a su alrededor diciéndole qué debe hacer y tanto fuego a
discreción amigo y enemigo antes siquiera de haber subido a la tribuna a
defender su investidura.
Lo
segundo no le extrañará. El secretario general socialista le ha
parecido un blanco fácil a demasiada gente desde el primer día. Lo
primero resulta algo más novedoso. Seguro que hace un par de meses no
tenía tantos amigos o consejeros.
El
mítico votante medio, que presta una atención puntual al día a día de
la política porque tiene una vida propia que gobernar, acabará de
escuchar que más de la mitad de los socialistas han votado el acuerdo
con Ciudadanos y ocho de cada diez lo han apoyado. Puede que le
desconcierte que para muchos el problema ahora sea que lo han respaldado
sin entusiasmo, o que los mismos barones que reclamaban no negociar con
Podemos en nombre de la unidad de España ahora reprochen al pacto con
Ciudadanos la supresión de la Diputaciones, esas fenomenales agencias de
colocación.
Seguramente
tanto escepticismo le resulte tan intrigante como la innecesaria
solemnidad de la firma del pacto con Ciudadanos. Una cosa es que el
votante medio sepa que votar con el Partido Popular supone un problema
para Podemos, otra muy distinta es que le parezca bien que se les
obligue a pasar por el aro. También le chocará el empeño del propio
Sánchez por salir a “bailar pegados” con Albert Rivera cuando cualquiera
sabe que el líder naranja actúa como un oportunista puro. No caben ni
el amor, ni la lealtad. Él te utiliza y tú le utilizas. Punto. Pero así
son las coaliciones. Las une el interés, no la pasión.
A nuestro votante medio puede que le resulte tedioso y algo absurdo
dirimir quién tiene razón, si Podemos con sus ocho razones para votar en
contra o el PSOE con sus ocho sinrazones. Parece probable que dedique
poco tiempo a dos argumentarios que representan un auténtico monumento a
la tontería; sólo dejan claro que los vetos de unos y otros tienen un
origen exclusivamente electoral y no se sostienen sobre la endeblez de
sus respectivos programas.
Probablemente al votante medio también le dará que pensar que sea Íñigo
Errejón quién haya asumido el peso público de negar al candidato
socialista cuando hasta ahora, siempre que había algo que decir sobre
las negociaciones, lo decía Pablo Iglesias. Parece la prueba de hasta
qué punto en Podemos saben que votar con los Populares supone y supondrá
un coste difícil de calcular.
Respecto al PP cuesta trabajo imaginar qué estará pensando el votante
medio cuando, entre registro y registro de la Guardia Civil, le llegan
noticias sobre la euforia que desata en sus filas el previsible fracaso
de Sánchez y las grandes posibilidades concedidas a Rajoy tras el 5 de
marzo. Tiene ese aire extraño de la alegría de los condenados a muerte
cuando encargan su última cena.
Aunque los protagonistas piensen lo contrario y crean que esas cuarenta
y ocho horas serán el centro de nuestras vidas, el votante medio
seguirá con interés relativo una investidura camino de convertirse en
otra extenuante sesión de “y tú más”. A no ser que alguien se salte el
guión y cruce las líneas para ofrecer un acuerdo cuyo rechazo resulte
muy difícil de explicar. Un movimiento que el candidato podría ejecutar
sin grandes riesgos a la vista de la fragilidad de los argumentos
contrarios expuestos por sus posibles socios por la izquierda.
A la gente le interesa la política cuando sirve para algo, suceden
cosas relevantes y resuelve alguno de sus problemas. Solo quién lo hace
pierde su tiempo con el ruido.
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