Imaginemos
que el término ataúd se separara de su objeto. Sus vendedores podrían
comenzar a llamarlos estuches, cofres, bomboneras
A veces, en esas épocas en las que la realidad va por un sitio y las
palabras por otro, nos preguntamos quién tiene razón, si las palabras o
la realidad. Se trata de un ejercicio retórico. La realidad no necesita
llevar razón porque tiene a su favor el hecho de suceder. Y sucede, vaya
si sucede. Comparen la publicidad guay de la banca con su
comportamiento real para entender lo que decimos. En la última
legislatura, mientras las palabras se elevaban, la realidad se hundía, y
cuanto más alto volaban las palabras, más hundida estaba la realidad.
Los políticos clásicos han perdido el discurso frente al goteo incesante
de la realidad. Resulta, por ejemplo, que sí, que hubo corrupción,
mucha, y que era estructural, y que quienes la negaban eran sus
beneficiarios. Ellos habrían preferido borrar la realidad (“ya haremos
otra”), pero llegan Acuamed o Rus o la evidencia de que han destruido
pruebas, y no importa las palabras que coloques encima. El enfermo se
pudre a cien por hora.
Dura más la realidad que las palabras. Imaginemos que el término
ataúd se separara de su objeto. Sus vendedores (como los de la
recuperación económica, el milagro español, etcétera) podrían comenzar a
llamarlos estuches, cofres, bomboneras. Pero la gente seguiría igual de
muerta en su interior, incluso aunque los decorara un artista de
Desigual. Tarde o temprano, el ataúd y el difunto volverían a
encontrarse y no nos preguntaríamos quién llevaba la razón, sólo si
incineramos a papá o le damos tierra. En esas estamos, a la espera de
que la realidad y las soflamas políticas se reencuentren, a ser posible
con menos violencia con la que en otros tiempos se reencontraron la
palabra crisis y la crisis o el término recorte y los recortes. A ver si
ya.
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