La madrugada del 16 de noviembre de 1989 fue asesinado en San
Salvador el rector de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas
(UCA) Ignacio Ellacuría, junto con sus compañeros jesuitas Juan Manuel Moreno, Segundo Montes, Ignacio Martín Baró, Amando López, Joaquín López y López, la trabajadora doméstica Julia Elba Ramos y su hija Celina,
de 16 años. Tamaño asesinato óctuple, que conmocionó al mundo, fue
llevado a cabo por el sanguinario Batallón Atlacatl del Ejército
salvadoreño con el conocimiento ¿y la aprobación? del presidente de El
Salvador, Alfredo Cristiani.
Ignacio Ellacuría fue filósofo, teólogo de la liberación y
politólogo nacido en Portugalete (Bilbao), nacionalizado salvadoreño,
que ejerció una gran influencia política, cultural y religiosa no solo
en El Salvador sino en toda América Latina. Es, sin duda, uno de los más
brillantes pensadores de nuestro tiempo que, treinta y tres años
después de su asesinato, sigue iluminando la oscuridad del presente
con sus obras y sus propuestas revolucionarias como estas: “revertir la
historia, subvertirla y lanzarla en otra dirección”, “sanar la
civilización enferma”, “superar la civilización del capital”, “evitar un
desenlace fatídico y fatal”.
Sin embargo, y por contradictorio que parezca, en España, donde
nació y ejerció una importante influencia en el terreno religioso, es
hoy poco conocido y menos reconocido en el ámbito intelectual,
filosófico, teológico y académico. A las personas que nos hemos dedicado
a su estudio y al análisis de la significación de su pensamiento nos resulta difícil entender a qué puede deberse tamaño olvido. Precisamente para reparar dicha amnesia y hacerle justicia acabamos de celebrar un Simposio Internacional sobre El pensamiento vivo de Ignacio Ellacuría en la librería Metalibrería de Madrid y en la Universidad de Alcalá los días 19 al 21 de octubre.
En Metalibrería presentamos tres libros recientes en torno a la
relevancia de su figura y a la actualidad de su filosofía, teología y
teoría y práctica políticas. Marcela Brito de Butter, catedrática de filosofía de la UCA, de San Salvador, ha publicado la monografía Ignacio Ellacuría. Fraternidad solidaria (Herder, 2022), en la que da a conocer su figura fascinante tanto en su vida como en su muerte martirial
y analiza su filosofía de la realidad histórica y su compromiso radical
con las mayorías populares empobrecidas. Fue la propia autora quien lo
presentó.
En la Facultad de Filosofía de la Universidad de Alcalá de
Henares celebramos la segunda parte del Simposio Internacional centrada
en El pensamiento vivo de Ignacio Ellacuría. Participamos
personas estudiosas de Ellacuría en diferentes campos. Diego Gracia,
presidente de la Fundación Zubiri, habló del realismo de Zubiri y
Ellacuría frente al idealismo y el materialismo. Marcela Brito,
catedrática de Filosofía de la UCA, centró su reflexión en la
radicalidad del bien en el pensamiento de Ellacuría.
Los numerosos estudios sobre Ellacuría tras su asesinato, el
Simposio que acabamos de celebrar y la próxima publicación de su obra
completa son la prueba más fehaciente de su vigencia y actualidad,
en otras palabras, de que estamos ante su “pensamiento vivo” capaz de
dialogar con las corrientes contemporáneas filosóficoas teológicas,
políticas y sociales.
Termino con un texto del propio Ellacuría especialmente luminoso
en torno al necesario carácter revolucionario de la universidad y a la
compatibilidad entre razón y revolución: “Si la revolución no pasa por la universidad,
en el sentido de que no es ella su motor principal, la universidad debe
pasar por la revolución, porque revolución y razón no tienen por qué
estar en contradicción; más bien, en las cuestiones históricas se
reclaman y se exigen mutuamente”.
Hasta el presente no se ha cumplido el condicional de Ellacuría
ni el deber ser: ni la revolución ha pasado por la universidad, ni la
universidad ha pasado por la revolución, ni tampoco se ha producido la
complicidad entre razón y revolución. Todo lo
contrario, cada vez han ido alejándose más universidad, razón y
revolución. Pero estamos a tiempo de revertir el proceso hasta llegar a la triple alianza. De nosotros depende.
Documento publicado por la
Universidad Centroamericana
Simeón Cañas.
Ignacio Ellacuría (1930-1989)
Nació en Portugalete (Vizcaya, España), el 9 de noviembre de 1930.
Fue el cuarto de cinco hijos varones del oculista de la ciudad. También
fue el cuarto en optar por el sacerdocio. Sus primeros estudios los hizo
en Portugalete, pero después su padre lo envió al colegio de los
jesuitas de Tudela. Ellacuría era reservado y algo intenso. Los jesuitas
de Tudela no pensaron en él cuando consideraron quiénes podrían tener
vocación para entrar en el noviciado de la Compañía de Jesús. Al
finalizar el séptimo año, el padre espiritual de los estudiantes de
último año reunió a un pequeño grupo de posibles candidatos, en el cual
no estaba Ellacuría. Sin embargo, entró en el noviciado al año
siguiente, por voluntad propia, el 14 de septiembre de 1947, en Loyola,
el hogar de san Ignacio, el fundador de la Compañía de Jesús.
Un año después fue enviado, junto con otros cinco novicios, a fundar
el noviciado de la Compañía de Jesús en Santa Tecla (El Salvador).
Seguramente, para los seis novicios fue difícil determinar si eran
voluntarios o cumplían una orden. Meses antes, el maestro de novicios
solicitó voluntarios para ir a Centroamérica. Les pidió que lo pensaran
unos días y si sentían que esta misión estaba de acuerdo con su
vocación, que escribieran su nombre en un pedazo de papel. El viaje fue
largo. Salieron de Bilbao el 26 de febrero de 1949 y llegaron un mes más
tarde a Santa Tecla. Sus familias acudieron a la estación a
despedirlos. Sin duda, la separación fue muy difícil para todos.

Al frente de la expedición venía el maestro de novicios, Miguel
Elizondo. En él, los novicios encontraron un maestro de gran sentido
común y espiritualidad profunda. Estas dos características marcaron para
siempre a estos y a los siguientes novicios de Elizondo. Elizondo trajo
consigo la libertad de espíritu, el componente esencial de la
disponibilidad del jesuita para cumplir con la misión que le es
encomendada “para la mayor gloria de Dios” -el lema de la Compañía de
Jesús. Elizondo se esforzó por formar a sus novicios en esa libertad de
espíritu, sobre todo cuando éstos hacían referencias a la experiencia
inmediata. En España, la vida de los novicios era regida por una
complicada serie de normas y reglas. Vivían en un mundo separado, ajenos
a lo que sucedía fuera de los muros del noviciado. Elizondo cambió el
plan de vida, distribuyó el tiempo de manera fluida, concentró la
atención de los novicios en el desarrollo interior más que en las formas
tradicionales exteriores, de las cuales la mortificación física era
considerada muy importante, se mostró disponible para dialogar con los
novicios e incluso permitió el juego del frontón y del fútbol sin
sotana. Elizondo quería cultivar la disponibilidad, es decir, la
apertura “que sea necesaria para lo que va a venir, sin saber lo que va a
venir”. Ellacuría y siempre reconoció que los fundamentos de su
espiritualidad habían sido puestos por Elizondo, a quien siempre admiró
con cariño especial. El fue el primero de los cinco maestros que
jalonaron su vida.
En septiembre de 1949, los seis novicios pronunciaron sus votos de
pobreza, obediencia y castidad. En la década de 1950, los jesuitas de
Centroamérica no contaban con un centro de estudio para formar a sus
estudiantes, sino qie éstos eran enviados a Quito, donde estudiaban
humanidades clásicas (dos años) y filosofía (tres años), en la
Universidad Católica. Estos cinco años fueron muy importantes para el
desarrollo intelectual de Ellacuría y sus compañeros, así como para
todos los otros que tuvieron la oportunidad de estudiar en esta
institución.
La inteligencia de Ellacuría se hizo evidente en el noviciado, pero
fue en Quito y en particular bajo la tutela de su profesor de
humanidades clásicas, Aurelio Espinoza, donde sus cualidades
excepcionales como pensador crítico y creativo empezaron a emerger.
Pronto surgió una amistad entre ambos que duró hasta la muerte del
maestro. Ellacuría animaba a los jesuitas centroamericanos recién
llegados a Quito a que sacaran provecho a Aurelio Espinoza, entregándose
a él con confianza, puesto que serían formados “por ósmosis”.
Después de las humanidades clásicas, Ellacuría estudió filosofía en
la misma Universidad Católica de Quito, obteniendo su licencia, civil y
eclesiástica, en 1955. Al despedirse, Aurelio Espinoza le dijo que
fundara una gran biblioteca en San Salvador, donde pudiera encontrarse
todo lo relacionado con el país, tal como él había hecho con la
Biblioteca Ecuatoriana. Por eso, en la Biblioteca “P. Florentino Idoate,
S.J.” de la UCA quería que estuviera todo lo publicado sobre El
Salvador. Asimismo, en el Centro Universitario de Documentación y Apoyo a
la Investigación debían estar todos los documentos producidos en el
país o referidos a él. Hubiera querido completar ambos centros con una
pinacoteca salvadoreña.
Ellacuría regresó a San Salvador, donde pasó tres años en el
Seminario San José de la Montaña. Enseñó filosofía escolástica en latín,
pero también comenzó a hablar de las corrientes existencialistas.
Además de dar clases, debía cuidar a los seminaristas, quienes
permanecían en el seminario durante todo el año, excepto por unas breves
vacaciones, que pasaban entre sus familiares. Para Ellacuría, el
problema mayor era entretenerlos durante los fines de semana. Él y los
demás inspectores (maestrillos) organizaban excursiones a pie al volcán
de San Salvador, al lago de Ilopango o a la piscina del Colegio
Externado. Con orgullo recordaba cómo había logrado establecer una
pequeña biblioteca de clásicos para que no leyeran sólo literatura
barata. Dado que no había dinero para comprar libros, convenció a los
seminaristas para que ahorrasen algunos centavos del dinero que les
daban para comer los días de excursión.
Su presencia era firme y exigente. Era consciente de su capacidad
intelectual. En ese entonces, escribió sus primeros artículos en la
revista Estudios Centroamericanos (ECA) sobre Ortega y Gasset, los
valores y el derecho. Impartió conferencias para todo público. Los
jesuitas de mayor edad y experiencia, lo escuchaban y no dejaban de
verlo con cierto recelo.
En 1958 volvió a ser estudiante, esta vez, en Innsbruck (Austria),
donde estudió teología hasta 1962. No recordaba estos años con
entusiasmo. Austria le pareció fría y oscura. Echó de menos el espíritu
de la colonia centroamericana de Ecuador, pues sus compañeros estaban
dispersos por Europa. Los estudiantes de habla hispana integraron un
grupo bastante unido alrededor de Ellacuría para expresar su descontento
por lo que consideraban restricciones anticuadas en la vida diaria del
teologado y por el nivel sorprendentemente bajo de la enseñanza. Sin
embargo, algunos encontraron la inteligencia controlada e irónica de
Ellacuría arrogante y excluyente. Hubo algo de desdén hacia su persona
-por su brillantez e inaccesibilidad-, que hizo que algunos le llamaran
“el rey sol”. Aunque su inconformidad era racional y moderada, también
era puntilloso e inexorablemente crítico. Ellacuría no pasó sin ser
notado por sus profesores. En el informe de sus cuatro años en Innsbruck
se lee que poseía una inteligencia excelente, pero su comportamiento
era mediocre. En suma, “al lado de ser altamente talentoso, su carácter
es potencialmente difícil, su espíritu propio de juicio crítico es
persistente y no está abierto a los otros; se separa de la comunidad con
un grupo pequeño en el cual ejerce una fuerte influencia”.
El fútbol proporcionó un escape único a las tensiones de la teología.
Junto a algunos austriacos y un alemán, los jesuitas de habla hispana
integraron un equipo que resultó ser, para los alarmados profesores,
demasiado bueno. Con Ellacuría en el centro, el equipo ganó con
facilidad el campeonato de la Universidad de Innsbruck. La cosa no paró
aquí. También ganaron el campeonato nacional universitario en Viena. Dos
jugadores fueron seleccionados parra formar parte del equipo de la
Universidad Nacional de Austria, pero el éxito deportivo no fue bien
visto por los superiores de Innsbruck y Roma, quienes cortaron por lo
sano, alegando que jugar al fútbol en público no era algo propio de la
vida religiosa.
Una sola cosa buena tuvo Innsbruck para Ellacuría, la cátedra de Karl
Rahner, uno de los teólogos más influyentes en el concilio Vaticano II
-aunque también le impresionaron de manera positiva su hermano Hugo y
Andres Jürgmann. Finalmente, Ellacuría fue ordenado sacerdote en
Innsbruck, el 26 de julio de 1961. Pocos meses más tarde, mientras
visitaba a su familia en Bilbao, decidió buscar al filósofo Xavier
Zubiri. Admirador suyo a distancia, quería preguntarle si podía escribir
su tesis doctoral sobre él y si él estaría dispuesto a dirigírsela. Le
había escrito varias cartas, a las cuales Zubiri no respondió. Un poco
ansioso, Ellacuría fue a buscarlo a su casa. Zubiri lo recibió, porque
se trataba de un sacerdote. La entrevista fue un éxito.
Así, Ellacuría comenzó a trabajar en su tesis, en 1962, pero tuvo
problemas con las autoridades académicas de la Universidad Complutense
(Madrid), quienes rechazaron la idea de escribir una tesis sobre un
filósofo vivo. Sin embargo, Ellacuría consiguió que le permitieran
seguir adelante; pero el tribunal sólo le otorgó un sobresaliente, en
lugar del superlativo cum laude. En este periodo, Ellacuría concluyó su
formación jesuítica e hizo la tercera probación en Irlanda. Un poco más
tarde profesó en la Compañía de Jesús, en Portugalete, el 2 de febrero
de 1965.
Ellacuría fue un gran filósofo, pero quizás fue más teólogo que
filósofo. De hecho, hizo los cursos de doctorado en teología, en la
Universidad de Comillas, en 1965; pero nunca escribió la tesis. A veces
decía que le gustaría escribirla sobre Dios. El primer escrito suyo que
impactó en la conciencia nacional no fue uno de filosofía, sino de
teología. El texto, Teología política, publicado por el Secretariado
Social del Arzobispado de San Salvador en 1973, pronto fue traducido al
inglés (1976) y al chino (por su otro hermano jesuita, quien vivía en
Taiwán). Su último gran escrito fue también un artículo teológico,
“Utopía y profetismo en América Latina”. Probablemente este es uno de
sus textos teológicos más profundos. Ellacuría decía que en América
Latina, era más urgente la teología que la filosofía, porque era más
eficaz.

También fue profesor de teología. Enseñó teología en cursos nocturnos
y en los fines de semana, en los llamados cursos de teología para
seglares, que organizo cada año, desde 1970. A estos cursos asistían
centenares de miembros de las comunidades de base, profesionales y
estudiantes universitarios. Después fundó el Centro de Reflexión
Teológica y fue su primer director, y organizó la maestría en teología
(1974), en cuyo programa siempre se reservó uno de los cursos más
importantes. Luego vino otra etapa, el profesorado en ciencias
religiosas y morales, destinado a preparar profesores de religión y a
elevar el nivel de los creyentes más comprometidos. En 1984, junto con
Jon Sobrino, lanzó la Revista Latinoamericana de Teología.
En la UCA comenzó dando clases de filosofía, en 1967. Pronto lo
nombraron miembro de la Junta de Directores. Desde 1972 fue Jefe del
Departamento de Filosofía. Desde 1976 dirigió la revista Estudios
Centroamericanos (ECA) y desde 1979 fue Rector de la UCA y Vicerrector
de Proyección Social. Impartió cursos, dirigió seminarios y dictó
conferencias en América Latina, Europa y Estados Unidos.
En 1970, después de una revisión profunda de la misión de la Compañía
de Jesús en Centroamérica, en la cual Ellacuría tuvo mucho que ver, sus
superiores le encargaron la dirección de la formación de los jóvenes
jesuitas, a quienes intentó transmitirles su pasión intelectual, su celo
apostólico y sus inclinaciones deportivas -el frontón. Retomando una de
las intuiciones básicas de san Ignacio de Loyola, Ellacuría insistió en
que el jesuita debía estar bien formado para poder responder
eficazmente a los retos de la sociedad y la historia. Fue muy exigente
en la calidad y la seriedad de los estudios, pero al mismo tiempo se
preocupó porque cada estudiante encontrara la vocación a la cual había
sido llamado. Promovió y apoyó nuevas experiencias comunitarias y
apostólicas entre los estudiantes, entre ellas la de Aguilares, una
parroquia rural llevada por Rutilio Grande y un equipo de jesuitas. Al
lado de la comunidad parroquial, favoreció la apertura de una comunidad
de estudiantes jesuitas, primero de filósofos y luego de teólogos.
Experiencias nuevas no significaba irresponsabilidad; debían estar bien
preparadas y llevarse bien, con seriedad y profundidad.
Otra de las tareas que se impuso fue traer todas las etapas de la
formación de los jesuitas a Centroamérica. Hasta hacía pocos años, sólo
había noviciado. Cuando asumió el cargo de Delegado de Formación, al
concluir el noviciado, los estudiantes ya no iban a Quito, sino que
habían comenzado a estudiar filosofía en la UCA. Después abrió
posibilidades para estudiar teología y, finalmente, la última etapa, la
tercera probación. Para él, la presencia de los jóvenes en Centroamérica
era crucial para no desligarlos de la realidad en la que tendrían que
desarrollar su vocación años después, para mantenerlos en contacto
directo con los jesuitas formados y sus obras, y para que con sus
inquietudes y creatividad aportaran a la renovación y al compromiso
apostólico de la Compañía de Jesús. Tres años duró en el cargo.
Los cambios fueron demasiado drásticos, demasiado intensos y
demasiado rápidos. Los jesuitas centroamericanos se dividieron y, en
1974, horrorizada, Roma intervino, prohibiendo de forma expresa que
Ellacuría ocupase cargos de responsabilidad en el gobierno de la
Compañía de Jesús, exceptuando la dirección del recién fundado Centro de
Reflexión Teológica. La razón de fondo fue la influencia demasiado
fuerte de Ellacuría, tanto que su sola presencia producía polarización.
Su salida del gobierno jesuítico fue, sin duda, un golpe muy duro. A
partir de entonces, concentró sus energías en la dirección de la UCA.
En los asuntos de la Compañía de Jesús y de la universidad así como
también en sus análisis, Ellacuría siempre fue muy independiente, agudo y
profundo. Su dialéctica impecable, pero a veces incómoda, le granjeó la
enemistad de bastantes jesuitas, de algunos superiores, de la
oligarquía, del ejército, de los políticos de la derecha, de la embajada
de Estados Unidos e incluso de la oposición política y militar.
Ellacuría no seguía línea de nadie y por eso fue vio con claridad, antes
que cualquier otro, que la guerra y la violencia no eran salida alguna
para los problemas sociales de El Salvador. Y con la misma libertad
propuso primero el diálogo y después la negociación. Sólo se plegaba
ante los datos de la realidad y sólo abandonaba su posición cuando los
argumentos contrarios eran evidentes. Y aun entonces adoptaba una
postura nueva, abordando el asunto desde otro ángulo. En sus
planteamientos nunca faltaba el dato de la realidad. Estaba al tanto de
los avances de la ciencia, de las estadísticas salvadoreñas y
centroamericanas y del proceso político nacional e internacional. Cuando
discutía o se encontraba molesto, los ángulos de su cara se afilaban,
en especial la nariz.
En sus juicios era cauteloso, siempre daba un compás de espera al
desarrollo de los acontecimientos antes de adoptar postura. Así, por
ejemplo, se opuso a atacar de inmediato a los gobiernos de Duarte y
Cristiani. Opinó que era necesario esperar y darles una oportunidad para
constatar si cumplían con lo prometido en la campaña electoral. Cuando
Duarte no cumplió, lo atacó fuertemente, desenmascarando su fachada
democrática. Con el gobierno de Cristiani, le faltó tiempo.
En lo personal era austero. De pocas cosas. Bastante escrupuloso con
el dinero. En vísperas de su asesinato, al trasladar sus cosas a la
nueva residencia, en el recinto de la UCA, se desprendió de casi todos
sus libros. Los regaló a las dos bibliotecas de la UCA. En sus viajes,
que eran frecuentes, no se distraía en asuntos ajenos al propósito
principal del viaje.
Desde su juventud fue un gran deportista. Escaló los Andes, jugó
fútbol y frontón. Seguía muy de cerca la liga española y su equipo de
juventud (el Atletic de Bilbao). Oía con religiosidad el programa diario
de deportes de Radio Exterior de España. Mientras duraba la emisión, no
se le podía molestar. Durante los mundiales de fútbol, se escapaba de
la oficina para ver los juegos en la televisión. El frontón de los
miércoles y sábados era punto obligado de la agenda semanal para él,
Montes, Martín-Baró y Amando López. Al igual que en las otras cosas que
le interesaban, estaba al tanto del acontecer deportivo europeo,
centroamericano y estadounidense.
En Ellacuría, la compasión y el servicio fueron cosas últimas. El
encuentro con monseñor Romero le proporcionó una ultimidad nueva, la
cual se expresó más en su vida que en sus escritos: la gratuidad. Se
dejó llevar por la fe de Mons. Romero y por la fe la del pueblo
crucificado. Esto es importante, porque el Ellacuría a quien en casi
todas las otras cosas le tocaba ir por delante y llevar a otros, en la
fe se sentía llevado por otros. En el saberse llevado por la fe de
otros, Ellacuría experimentó la gratuidad de la fe en Dios. En
definitiva, la fe lo llevó al martirio, y mientras tanto, lo llevó a
caminar en la historia. En ese caminar siempre se esforzó por “actuar
con justicia”, como dice el profeta Miqueas, pero también experimentó la
humildad de quienes tienen que habérselas con Dios.
La presencia de Ellacuría en la UCA como directivo y profesor se hizo
sentir. Muy pronto concibió que la misión más importante de la
universidad no era formar profesionales. Su centro no se encontraba en
el recinto universitario, sino en la sociedad en la cual estaba inserta.
El gran problema de la universidad eran las mayorías populares. De ahí
surge la cuestión fundamental para la universidad: ¿en qué consiste
servir universitariamente transformando e iluminando la realidad social y
del pueblo en la cual se encuentra inserta?
En los últimos años de la década de los sesenta, luchó para abandonar
los esquemas desarrollistas y optar por la liberación. Quería poner la
estructura universitaria al servicio de la liberación del pueblo
salvadoreño, pero siempre desde el modo propio de la universidad.
La necesidad de proyectar el saber de la UCA sobre la realidad
nacional y regional, lo llevó a buscar un órgano de difusión. Es así
como la UCA se hizo cargo de la revista Estudios Centroamericanos (ECA),
fundada en 1936 por los jesuitas del Colegio Externado. La primera
edición de esta nueva época de ECA fue la última de 1969, dedicada a
analizar las causas y consecuencias de la guerra con Honduras. Desde la
revista ha sido el órgano de difusión del pensamiento crítico de la UCA y
la cátedra más importante de Ellacuría. La publicación de una
producción intelectual cada vez más amplia y el temor de las imprentas
nacionales a publicar los textos cada más críticos de la universidad,
llevaron a la creación de los Talleres Gráficos de la UCA.
Con todo, Ellacuría no estaba satisfecho. Uno de sus últimos
proyectos fue la apertura de una radio universitaria que complementara
la amplia proyección impresa de la producción de la UCA. Durante el
arzobispado de Romero, Ellacuría pudo experimentar el poder de la radio.
Entre 1978 y 1979, por la emisora del arzobispado (YSAX) salieron al
aire comentarios elaborados por Ellacuría y otros miembros de la UCA.
Estos comentarios formaban parte de los noticieros de la emisora, los
cuales alcanzaron una audiencia nacional importante.

La UCA fue su vida y su pasión. Pero no porque hiciera de ella un
absoluto, sino porque la concibió como un instrumento para servir a la
liberación del pueblo salvadoreño. Bajo su dirección e inspiración, la
UCA se convirtió en una universidad con un sólido prestigio académico y
con una proyección hacia la sociedad eficaz. En el campo académico,
estaba convencido de la necesidad de elevar el nivel de la educación
superior y para eso impulsó la elaboración de una nueva ley. Creía que
la UCA ya había dado de sí a nivel de licencias y, en consecuencia,
debía dar el paso a los postgrados. Desde la rectoría, había comenzado a
impulsar los programas de maestría. A las de administración de empresa y
teología quería agregar las de ingeniería, ciencias políticas y
sociología, y un doctorado en filosofía. En esto estaba trabajando,
cuando lo asesinaron. El propósito de sus últimos viajes fue buscar
respaldo institucional y recursos para estos programas. Ellacuría no se
estancaba en los logros, siempre buscaba un más que lo llevara a superar
lo conseguido. Las unidades de proyección social fueron idea suya, en
lo fundamental. En sus inicios, las seguía de cerca, pero una vez
encontrado el camino, las dejaba para que se desarrollaran, y así, él
podía concentrarse en otro proyecto. En este contexto estaba pensando en
la celebración de los 25 años de la UCA. Quería hacer del aniversario
una ocasión para relanzar la actividad académica y la proyección social
de la universidad.
La transformación agraria de 1976, impulsada por el régimen militar,
lanzó la figura de Ellacuría al ámbito público. Desde entonces, siempre
estuvo presente en las grandes crisis del país, a través de sus análisis
críticos y sus propuestas creativas. La UCA, aun en contra del parecer
de algunos de sus miembros, apoyó el plan de transformación agraria del
presidente Molina, porque Ellacuría consideró que, pese a todas sus
limitaciones, beneficiaría a las mayorías populares y porque al mismo
tiempo era un ataque contra la oligarquía terrateniente. Molina pidió el
apoyo de la UCA, pero en el momento decisivo, retrocedió ante la
presión de la oligarquía. Entonces, Ellacuría escribió un famoso
editorial en ECA, titulado “A sus órdenes mi capital”, en el cual
denunció que “el gobierno ha cedido, el gobierno se ha sometido, el
gobierno ha obedecido. Después de tantos aspavientos de previsión, de
fuerza de decisión, ha acabado diciendo, ‘a sus órdenes mi capital’”. El
editorial le costo a la UCA el subsidio gubernamental y cinco bombas,
colocadas por una organización paramilitar de derecha, conocida como
Unión Guerrera Blanca.
En el contexto de la crisis de la transformación agraria, Rutilio
Grande fue asesinado, el 12 de marzo de 1977, iniciando así la larga
lista de sacerdotes y religiosas asesinados por las fuerzas de
seguridad. Pocas semanas más tarde, la Unión Guerrera Blanca ordenó a
todos los jesuitas abandonar El Salvador so pena de ser asesinados.
Ninguno salió, pero Ellacuría, quien se encontraba en Madrid trabajando
con Zubiri, tal como lo hacía todos los años, no pudo regresar hasta
agosto de 1978. El gobierno salvadoreño, por presión de Estados Unidos,
tuvo que brindar protección policial a las residencias y obras de los
jesuitas.
La crisis nacional se agravó hasta desembocar en el golpe de Estado
del 15 de octubre de 1979, dirigido por los oficiales jóvenes de la
Fuerza Armada. La UCA y el mismo Ellacuría apoyaron el movimiento de los
militares. El primer gobierno estuvo integrado por destacados
académicos de la UCA, entre ellos, su Rector, Román Mayorga, y su
Director de Investigaciones, Guillermo Ungo. El gobierno fracasó y la
violencia se desató. En marzo de 1980, Mons. Romero cayó víctima del
odio. En una de las dos residencias universitarias y en la UCA misma
estallaron varias bombas. En la residencia de los jesuitas estallaron
dos bombas en menos de 48 horas. La situación se deterioró tanto que, a
finales de 1980, poco después del asesinato de los dirigentes de la
oposición política de la izquierda, Ellacuría salió del país, bajo la
protección de la embajada española. Sus amigos le avisaron que en una
reunión de comandantes se había discutido una lista de personalidades
que serían asesinadas, entre las cuales se encontraba él. Sin dejar de
ser Rector, permaneció fuera de El Salvador hasta abril de 1982.
A raíz del fracaso de la ofensiva del FMLN de enero de 1981,
Ellacuría comenzó a madurar dos ideas importantes y estrechamente
relacionadas, ninguna de las cuales fue bien comprendida. La primera fue
la inviabilidad de la violencia armada como solución de la crisis
nacional. La única salida posible era el diálogo de las partes
enfrentadas. La segunda fue lo que dio en llamar la tercera fuerza. Su
tesis era que ni el gobierno, ni los partidos políticos, ni el ejército,
ni la guerrilla podían garantizar los intereses de las mayorías
populares, porque todos ellos tenían como prioridad la toma del poder y
la defensa de unos intereses muy particulares. Por consiguiente, las
mayorías tenían que manifestarse por sí mismas y velar por su propio
bienestar. El bien del país radicaba en el bienestar de esas mayorías y,
por consiguiente, el conflicto armado debía resolverse teniendo delante
este bienestar. Ni la derecha ni la izquierda aceptaron su postura,
aunque por razones distintas.
No obstante, Ellacuría mantuvo hasta el final de sus días que la
única salida al conflicto armado era la negociación política. De ahí que
la ofensiva militar del FMLN de noviembre de 1989 le molestara
muchísimo. En realidad estaba muy enojado, porque, en su opinión, esa
ofensiva traería más males que bienes. Le pareció que el FMLN se había
precipitado y derrochaba las fuerzas que con tanto trabajo había
acumulado en los últimos años. Tampoco estaba muy satisfecho con la
postura del FMLN en la mesa de negociación tenida en San José (Costa
Rica). En su enojo, dijo que exigiría a ambas partes respetar la UCA
como terreno neutral. Según él, la neutralidad de la UCA, reconocida por
ambas partes, podía convertirse en un precedente importante para el
país, puesto que se podría hacer lo mismo con los templos, los
hospitales, las escuelas, etc.

En octubre de 1985, la presencia pública de Ellacuría dio un salto
hacia adelante. En septiembre de ese año, pese a la mutua antipatía que
existía entre él y el presidente Duarte -porque, entre otras cosas, el
presidente Duarte no quiso reconocer de forma pública que la Policía
Nacional había asesinado sin causa alguna a un estudiantes de la UCA en
el mismo recinto universitario, alegando razón de Estado-, junto con
Mons. Rivera, hizo de mediador con el FMLN para conseguir la liberación
de la hija de aquél. Después de largas horas de negociación con la
guerrilla, para lo cual ambos tuvieron que desplazarse por la zona de
guerra e incluso a Panamá, consiguieron la libertad de la hija de Duarte
a cambio de la liberación de 22 presos políticos y la salida del país
de 101 lisiados de guerra.
En ese mismo año de 1985, Ellacuría fundó la Cátedra de Universitaria
de Realidad Nacional en la UCA. La cátedra se convirtió en un foro
abierto, donde se discutieron los problemas nacionales y regionales. En
ella hablaron políticos, sindicalistas, dirigentes populares y
eclesiásticos. Sin embargo, cuando hablaba Ellacuría, el auditorio
universitario resultaba pequeño. En varias ocasiones, desde esta
cátedra, pidió a sus adversarios que combatieran sus ideas con otras
ideas y no con bombas ni con balas. La radio y la televisión
multiplicaron su voz y su imagen fuera del ámbito universitario. La
cátedra llegó a ser un acontecimiento cubierto por periodistas,
fotógrafos y embajadores. Cuando la televisión abrió espacio para los
noticieros, la cátedra perdió originalidad; pero ya había cumplido su
función al romper el cerco impuesto para discutir la realidad nacional
de manera libre.
Su conocimiento de las interioridades y complejidades del proceso
salvadoreño y su visión de sus dificultades y sus posibles soluciones lo
convirtieron en una de las referencias obligadas de periodistas
extranjeros, diplomáticos y políticos nacionales. A medida que la década
avanzó, las entrevistas para la prensa, la radio y la televisión se
multiplicaron. Esta larga y variopinta serie de visitantes no le
disgustaba, porque decía aprender mucho de ellos. Era más lo que ellos
le contaban que lo que él les podía decir. De manera simultánea
aumentaron las invitaciones a congresos y conferencias en el exterior.
Ellacuría mantuvo que la causa fundamental del conflicto armado no
era la agresión del comunismo internacional, tal como lo sostenía el
discurso oficial, sino la injusticia estructural. Por consiguiente, sólo
superándola podría erradicarse la lucha violenta de clases. Cuando
Cristiani llegó al poder en 1989, tomó en serio su propuesta de reanudar
el diálogo sin condiciones. Saludó al primer gobierno de la derecha
radical en un editorial de ECA como la consolidación de “la línea
civilista de Cristiani, frente a la línea militarista de D’Aubuisson y a
la línea escuadronera de cabeza clandestina”. En privado habló de estas
tres tendencias de ARENA, pero agregando, por primera vez desde que
había regresado a El Salvador en 1982, que “ahora sí puede pasar...”, es
decir, que esta vez sí podrían asesinarlo. De hecho, a mediados de
1989, un rumor aseguraba que lo habían matado. Durante el régimen de
Duarte, a quienes le advertían que se cuidara, les respondía que la
política estadounidense no permitiría que atentaran contra su vida. Al
llegar ARENA al poder, el freno era más débil. Cuando le preguntaban si
tenía miedo, respondía que no; pero de inmediato añadía que eso no era
ningún mérito, porque era parte de naturaleza, de la misma manera que
tampoco tenía olfato.
El registro de la residencia hecho por el batallón Atlacatl la noche
del 13 de noviembre no lo interpretó como una amenaza grave, sino como
una señal de seguridad. Cuando alguien le insistió, le respondió que no
había que ser paranoico. Ya habían visto que no había nada y, por lo
tanto, no los molestarían más. Más aún, al oficial que dirigió el
registro le advirtió, bastante molesto, que el hecho costaría muy caro
al gobierno. Pidió hablar con el Ministro de Defensa o con el superior
del oficial al mando de la operación, pero éste se lo negó de manera
tajante, argumentando que cumplía órdenes superiores. Pareciera que
Ellacuría quiso demostrar que no debía nada. Esconderse podría haber
sido interpretado como si hubiera hecho algo malo. Por eso no le gustó
que los dirigentes de la oposición política hubieran buscado refugio en
las embajadas.
Ellacuría valoró sobremanera el pensamiento como orientador de la
sociedad y era un convencido de su eficacia transformadora. A quienes lo
cuestionaban acerca de la eficacia del quehacer universitario con su
pesada carga institucional y administrativa, respondía que lo que
contaba era el largo plazo. La UCA construía para el largo plazo y no
había otra forma de hacerlo que dedicarse de lleno, asumiendo el tedio y
la rutina. Creía, además, que el quehacer intelectual, cuando cultiva
la realidad, conlleva tantos riesgos como cualquier otro.
La opción universitaria a favor de la liberación de las mayorías
empobrecidas estaba haciendo estragos en su salud y su ánimo, así como
también en el de los demás. En particular, Ellacuría llevaba tres años
muy cansado y padeciendo quebrantos de salud. Se había encerrado en sí
mismo, volviéndose callado, serio e incluso hosco. Cumplía con sus
responsabilidades administrativas, daba su clase, atendía a visitantes e
invitaciones en el exterior, y, además, encontraba tiempo para
escribir. En estos últimos años, casi no revisaba lo que escribía, lo
entregaba al editor tal como le salía. En esta época última, a su
rendimiento como escritor le daba un siete o un ocho. A quien le
recomendaba descanso, le respondía que el pueblo no descansaba de la
guerra ni de la pobreza. Lo menos que podía hacer era seguir trabajando
por su liberación y su paz, sin importarle el mal carácter, la
enfermedad o no llegar al final, pues, en este caso, también habría
cumplido con su misión.
En los últimos meses de 1989, Ellacuría repitió que aunque hubiesen
algunas turbulencias en la superficie del proceso, en la profundidad de
su curso, éste seguía avanzando incontenible hacia una paz justa. Su
muerte pasó a formar parte de esas turbulencias superficiales. Su vida y
la de sus compañeros, entregada libre y generosamente, ya forma parte
del curso profundo del proceso salvadoreño.