sábado, 12 de enero de 2019

Una economía justa siempre es humana y fruto de una conciencia despierta social y personal, ambos planos son inseparables. Un estado sin conciencia siempre es tiránico, irresponsable e inservible como elemento de cohesión organizativa, es la gestión ética igualitaria en los derechos y deberes, en lo que en realidad consiste la política, que nunca debe ser una herramienta sistémica para manipular y forrarse, como viene siendo la "ideología" dominante del enjuague. Desde la escuela deberíamos "meternos en política" de un modo vital. No como ideologías determinadas, sí como método de convivencia inteligente y moral donde todas y todos "valen" y significan lo mismo en su diversidad enriquecedora

Las clases medias ante el Estado de bienestar

  • El abrumador apoyo social del pasado siglo en favor de las prestaciones del Estado de bienestar parece haber decaído en este siglo XXI
  • El autor reflexiona de manera crítica sobre las causas que pueden haber motivado esta pérdida de confianza

Juan A. Gimeno, de Economistas sin Fronteras
El abrumador apoyo social del pasado siglo en favor de las prestaciones del Estado de bienestar parece haber decaído en este siglo XXI. Muchas son las razones que pueden explicar ese descenso, pero me gustaría reflexionar sobre la concreta evolución de lo que solemos denominar “clases medias”.
El Estado de Bienestar (EdB) fue un factor clave para consolidar en España una clase media bastante extendida. El acceso universal a la educación y a la sanidad supuso no sólo garantizar derechos básicos a la ciudadanía, sino también una enorme inversión en capital humano e igualdad. La universidad, por ejemplo, pasó de ser un lujo reservado a las élites a una formación ampliamente generalizada.
La mayoría de la ciudadanía sentía que los beneficios de ese Estado de bienestar llegaban especialmente a la gran parte de la población con menores medios económicos y que el grueso de los impuestos lo pagaban los más adinerados.
Así, el apoyo social era potente y el EdB fue avanzando y creciendo. Pero la sensación en nuestros días no parece ser la misma. La impresión es que una buena parte de la población ha perdido ese entusiasmo por el EdB. ¿Cuál puede ser la causa?
Sin duda, no es una sino varias causas las que pueden explicar este fenómeno. Una, no menor, es el bombardeo ideológico neoliberal en contra de cualquier intervención estatal, demonizando los impuestos y defendiendo que el dinero está mejor en el bolsillo de los ciudadanos. Debiera ser obvio que sin impuestos no hay garantía de derechos. Pero la reiteración de esos mensajes ha hecho mella, sin duda, en buena parte de la población.
Por otra parte, el éxito del propio EdB y la evolución demográfica han hecho crecer de forma importante el gasto necesario para su mantenimiento. La educación universal ha ido necesitando recursos crecientes, extendida la gratuidad completa hasta los 16 años y con subvención generalizada hasta el fin de la universidad, aunque haya detenido su crecimiento de gasto cuando la población joven ha empezado a disminuir. La sanidad y las pensiones crecen de forma importante de la mano de la mayor longevidad de la población.
Ese gasto mayor exige también, claro es, mayores tributos para financiarlo. Crece así la presión fiscal, con la particularidad de que, simultáneamente, las rentas de capital van recibiendo un trato cada vez más favorable y la casi totalidad de aquella carga fiscal recae sobre las personas asalariadas.
Ese doble proceso supone que las clases medias sienten que cada vez soportan más impuestos y, a menudo, no perciben que reciban proporcionalmente a lo que pagan.  De acuerdo con los últimos datos del CIS, más de la mitad de los españoles (55,4%) cree que la sociedad se beneficia poco de lo que paga a las administraciones el conjunto de la sociedad en impuestos y cotizaciones, y el 59,5% considera que la administración le da menos de lo que paga.
Buena parte de esa sensación puede deberse a fallos graves en el diseño de las prestaciones del Estado de bienestar. Uno de los más evidentes es el conocido como “error de salto”. En el ámbito impositivo es muy común la referencia al error de salto, es decir, al supuesto en que el incremento en la base imponible de un impuesto (por ejemplo, en la renta) supusiera una subida en la cuota que hay que pagar superior al propio aumento en la base. Para evitarlo, la tarifa progresiva de un impuesto se aplica por escalones. Podemos verlo en la tarifa del IRPF vigente en la última campaña.

Tabla Tramos IRPF 2017
Base liquidable general
Tipo impositivo
Desde
Hasta

0€
12.450€
19%
12.450€
20.200€
24%
20.200€
35.200€
30%
35.200€
60.000€
37%
60.000€
45%

De acuerdo con la escala, a quien tuviera una base igual a 12.450€ le corresponde una cuota de 2.365’5 €, el 19% de su base. ¿Qué pasaría si, por ejemplo, su base subiese a 13.000 €? ¿Debería pagar el 24% de esa base como parece señalar la tarifa? ¿3.120 euros? Si así fuera, por ganar 550€ más, pasa a pagar 754,5€ más. Al ganar más pasa a ser “más pobre”. Si se hace el ejemplo con sólo un euro de subida, el resultado es todavía más sangrante.
Por ello, la tarifa se aplica por escalones. Una base de 13.000€ pagará los mismos 2.365’5 € por su primer escalón y el 24% se aplica tan solo a lo que excede a esa cantidad: es decir, el 24% de 550€=132€ que se añaden a la primera cantidad, y no 754€.
Esta regla parece elemental y el error de salto del primer caso se percibe como notoriamente injusto. Pues bien, este factor tan claramente denostado y evitado en los tributos, no se toma en consideración habitualmente en las políticas de gasto. Lo más general es que se fijen unas cuantías de renta a partir de las cuales se pierde de golpe todo el derecho. Así, para becas, para prestaciones asistenciales, para acceso a viviendas o a determinados beneficios sociales…, se exigen ingresos inferiores a una cifra mágica. Si usted tiene la mala suerte de ingresar un euro más que la limitación fijada, pierde todo el derecho.
Por ello, el “error de salto” es uno de los factores que más contribuyen a extender esa sensación entre una parte importante de nuestras clases medias de que paga más de lo que recibe. Entre ese grupo, los discursos en favor de la reducción del Estado de bienestar y de bajar impuestos encuentran fácil eco.
Sin duda, necesitamos potenciar la educación fiscal que visibilice los beneficios que recibimos del gasto público. La ciudadanía debe ser consciente de que los impuestos son la condición necesaria para tener garantía de nuestros derechos. Pero esa concienciación será mucho más fácil si el sistema evita errores que enajenan apoyos. Y si los resultados que ofrece son más equitativos.
Por ello, deben revisarse los requisitos de acceso a beneficios públicos, de forma que se eviten los errores de salto. Para ello bastaría con fijar criterios de carácter gradual y progresivo: una tarifa decreciente al estilo de la que hemos visto para el IRPF.
Imaginemos que la frontera para acceder al beneficio de que se trate está en 2 veces el IPREM (Indicador Público de Renta de Efectos Múltiples, índice empleado en España como referencia para la concesión de ayudas). En vez de definir que la ayuda es total hasta ese límite y cero a partir de esa cuantía, podríamos decir que es total hasta vez y media el IPREM y que a partir de esa cifra empieza a descender de forma progresiva. De esa forma, quien se encuentre en niveles de renta en el entorno de aquellas dos veces el IPREM no saltará del todo a la nada, sino que recibirá un beneficio poco a poco algo menor. La fórmula, además, permitiría que más personas tuvieran acceso al beneficio, aumentando así la visibilidad de contrapartidas a nuestros impuestos.
Hay otras mejoras semejantes de nuestro Estado de bienestar que podrían mejorar su eficiencia, justicia y apoyo social. Una interesante línea de debate por la que avanzar en su defensa, mucho más sensata que la defensa acrítica de lo que tenemos
Economistas sin Fronteras no se identifica necesariamente con la opinión del autor y ésta no compromete a ninguna de las organizaciones con las que colabora.

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